domingo, 25 de enero de 2015

De frío, visitantes y tortillas francesas


Como todo el mundo sabe en la capital, noche de sábado de enero en el Calderón equivale a pasar frío. No un frío siberiano ni un frío polar, no un frío mesetario ni un frío industrial, no un frío soriano ni como el que se siente en el resto de Madrid, no: un frío diferente, el frío del Calderón.

El Manzanares, que es un río chico y navegable a caballo (en frase atribuida a al menos cinco autores) no vale para el transporte de personas ni de mercancías, ni es una salida viable hasta el Tajo o el mar. El Manzanares, en su tramo madrileño, no tiene puerto ni nutre de pescado fresco a los mercados del centro ni tiene un ecosistema delicado en el que se reproduzcan el martín pescador, la garza imperial, la nutria común, el desmán pirenaico o la salamandra de Gredos; como mucho da de comer porquerías a gaviotas y cormoranes y algún que otro pájaro inmigrante marinero que llegó a la capital remontando ríos y arroyos y se quedó para poder ver desde arriba los partidos de Arda Turan, como esa bandada de aves no identificadas que ayer sobrevolaban los alrededores del estadio, iluminadas por los focos, blancas blanquísimas sobre el fondo negro negrísimo del cielo del Calderón.

El Manzanares, pues, no es un río de renombre ni una fuente de inspiración para poetas y cronistas de la Corte ni un ejemplo de curso fluvial sostenible. Pero el Manzanares, chiquitajo y sucio, con el curso cortado por presas y represas y saltitos de agua que no dan ni para encender una bombilla de bajo consumo, es el orgulloso inventor y titular de la patente de un frío endémico, un frío especial, un frío que sólo conocemos los que pasamos las noches al relente, sentaditos en la orilla viendo el fútbol. Un frío suyo y sólo suyo, característico, inesperado, un frío propio. Un frío denominación de origen, un frío de interés turístico regional, un frío con personalidad propia y la suficiente mala baba como para acabar con el más recio de los que desafían al frío (excepto, claro está, Raúl García y su manga corta).

El frío del Calderón es un frío que engaña. Cuando el aficionado novato va al Calderón y se le avisa del frío tan grande que hace allí, tiende a abrigarse la mar de bien y llegar al estadio inflado cual orca playera, forrado, redondo. El aficionado novato siente que quizás se abrigó demasiado cuando, al entrar al campo a eso de las ocho de la tarde, ni el aire le corta la cara ni las yemas de los dedos pierden sensibilidad, pero sospecha de que algo raro ocurre cuando ve a los más expertos del lugar llevando mantitas, gorros, guantes gordos y petaca.

No obstante, el novato se ha forrado de capas y capas térmicas antes de salir de casa y su primer ratito en la grada es, por caluroso, hasta molesto. Ahí empieza el error y ahí empieza la misión del frío del Calderón. El aficionado novato, seguro de sí mismo, empieza a pensar si no se equivocó al ponerse calzoncillos largos, camiseta pegaíta y un jersey de lana que pica una barbaridad. Ufano, casi desafiante, empieza a abrirse el cuello del gabán y a mirar con desdén al resto de la grada, que permanece inmóvil, conservando cada caloría cerca del pecho con el celo del que conserva la condecoración del abuelo. Error: el hincha colchonero de grada y petaca sabe que, en el Calderón, caloría que se pierde es caloría que no se recupera y que el frío del Calderón que acecha, que al principio parece moderado y amable, acaba siendo letal cuando quedan veinte minutos de partido.

El frío del Calderón es durante los primeros minutos un frío poco amenazante, un frío bajito y con gafas, un frío con aspecto de ordenanza de ministerio antiguo o de funcionario de correos de oficina de capital de provincia castellana. Pero, ay del que se confíe, igual que ay del que se envalentone con los bajitos que se meten en las peleas de bar. Porque el frío del Calderón, sibilino y metódico, deja que los novatos se vengan arriba y se quiten la bufanda para, poco a poco, meterse por costuras y rendijas hasta llevar el relente hasta la rabadilla del visitante, facilitando el desembarco del virus de la gripe, su gran amigo del alma. El frío del Calderón, poquito a poco, se va haciendo con todos y cada uno de los asistentes, empezando por el inglés que vino de despedida de soltero en camiseta y chanclas y pensó que en Madrid todo es sol y sangría, y terminando por el aficionado más experimentado que ese día, por error, dejó pasar una mínima cuchilla de aire por la zona del cuello y terminó con una contractura de esas que sólo quita un fisioterapeuta dándole a uno una paliza.

Si el Club tuviera ojo comercial más allá de que quedarse con las comisiones que generan los traspasos, harían del frío del Calderón un reclamo comercial, embotellando dosis de ese frío único para vender a propios y extraños. El frío del Calderón, con sello de autenticidad y garantía de respeto al medioambiente en su recolección, podría venderse en tarros de medio y un litro, con propiedades más allá de las medicinales.

“¿Quiere Vd evitar ir a esa reunión de trabajo en la que le van a poner como un trapo y bajarle el sueldo? ¿No le apetece ir a la Comunión de ese niño odioso del vecino de arriba que pasa la hora de la siesta tirando lo que parecen canicas sobre la zona de su sofá? ¿No encuentra manera de evitar acudir a la barbacoa del pelma de su cuñao? Frío del Calderón® le garantiza una gripe monumental en tan sólo dos horas. 
Instrucciones de uso: abra el bote de Frío del Calderón® en la habitación y deje actuar dos horas. A pesar de que al principio le parecerá que no es para tanto, no lo dude: a la mañana siguiente tendrá Vd varias décimas de fiebre, la garganta hecha un asco y la voz como Pepe Isbert.

Frío del Calderón® … ¡Sus muertos, qué frío!”

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Jugaba el Rayo en el Calderón y en toda la zona del fondo Norte en la que se sitúa la afición visitante, no había ni un alma. Sí se veían algunas bufandas del Rayo por las gradas, posiblemente menos que aficionados visitantes, algunos probablemente incómodos a la hora de llevar distintivos tras los horribles acontecimientos recientes y por tanto inclinados a dejar la bufanda en casa para evitar situaciones desagradables. Una pena, una verdadera pena, sobre todo cuando hablamos de ese equipo admirable que cuida de sus vecinos y ex-jugadores, todo un ejemplo, un orgullo.

Las peñas del Rayo decidieron no ir al Calderón ante las medidas impuestas a los visitantes: sólo se permitía entrar (entendemos que a la zona visitante, no a cualquier otra localidad de libre venta) a los abonados identificados como tales que hubieran comprado su entrada a través del Club. Este exceso de celo, interpretado como criminalización general, venía (intuimos) causado por la voluntad de la Policía de evitar cualquier tipo de situación peligrosa, vistos los antecedentes recientes.

Que hay que hacer algo contra la violencia en el fútbol es indiscutible; de hecho, es algo que muchos venimos reclamando desde hace años. Que las medidas encaminadas a prohibir casi todo resultan exageradas tras años de indiferencia total también parece evidente: es complicado pedir ahora a los hinchas un rigor total en lo que dicen y lo que hacen cuando desde hace años los clubes jalean a los más bestias y las autoridades miran hacia otro lado cuando las cosas han pasado de lo razonable, sin que pase nada.

No es de recibo que uno no pueda ir tranquilamente al fútbol, a su campo o el del rival; tampoco es de recibo, piensa uno, que la afición del Rayo, cuyo campo está a pocos kilómetros del Calderón y con la que siempre ha habido un vínculo de simpatía y de respeto (hasta que los grupos más radicales decidieron odiarse por motivos políticos, sin preguntarle a nadie más de la grada), no quiera acudir al estadio del Atleti. Que la solución no es fácil parece claro; que actuar a la tremenda y por las bravas una vez ha ocurrido una desgracia parece una solución excesivamente simple para un problema complejo.

La situación vivida ayer en un Calderón sin vecinos no es buena. Sirva pues como punto de reflexión para aquellos que tengan la responsabilidad de buscar una solución viable que permita a la gente ir al fútbol sin miedo pero sin estigmas; sirva también de reflexión, si es que es posible, para aquellos que han causado esta situación absurda gracias a una forma equivocada y salvaje de entender el amor a unos colores, los mismos que comparten las aficiones que ahora se ven perjudicadas por sus lamentables actos. Sirva también de reflexión, por cierto, para aquellos partidarios de las medidas ejemplificantes, tan fáciles de imponer a las aficiones y tan escasas en el caso de ciertos clubes y jugadores.
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Salió el Atleti al campo con un equipo interesante, por lo distinto, y salió el Rayo vestido raro, como de equipo de fuera, como de equipo sueco, o checo o hasta francés. Con franja diagonal, sí, pero azul oscura sobre fondo azul más claro: una camiseta rara, oiga, para qué vamos a ocultarlo.

Del partido en general, jugado bajo una media luna turca que flotaba sobre tribuna en honor a Arda Turán y que fue bueno a ratos, malete otros y muy bueno a fogonazos, destacan tres nombres: uno por desesperante, otro por desconcertante y el último por deslumbrante.

El desesperante del partido fue, nuevamente, Siqueira. Siqueira, que tiene velocidad, regate de fútbol sala y fuerza como para ser un buen jugador de fútbol, sigue empeñado en convencer a la grada - que ya se refiere a él como “Chorlito” Siqueira - de que cuando coge el balón es mejor taparse los ojos e invocar a un Santo afín. Con demasiada frecuencia, Siqueira recibe un balón y se lanza al galope banda adelante hacia campo rival con la determinación del lemming que va corriendo al abismo. Siqueira lanza una patada a seguir, acelera, lanza otra y entra sin posibilidad ya de enmienda en territorio hostil; pierde entonces el balón por pura inocencia, se monta un contraataque y Siqueira corre de nuevo, esta vez en dirección a la portería propia entre las maldiciones de la grada y las voces de los mediocentros, que se acuerdan de buena parte de su familia materna. Siqueira tiende a tomar malas decisiones y ello conlleva la obsesión del Atleti por jugar por la banda derecha, alejando el balón de la zona del pobre Siqueira, que levanta la mano y pide el balón, aquí, aquí, sin que nadie se atreva a pasársela no sea que le dé una vez más por salir corriendo, echar la bola hacia delante y provocar una contra plácida para el visitante. Mientras, Siqueira, que no se entera de mucho, sigue jugando el partido con esa cara de ir buscando el baño de caballeros en restaurante desconocido que le delata jugada tras jugada, una cara que ayer, a ratos, pareció compartir un despistadísimo Juanfran.

Quienes han visto a Siqueira en el Granada y el Benfica no se explican esta dinámica de despiste general en la que se ha metido el brasileño y hay hasta quien sospecha que la razón de su ofuscamiento puede ser la posesión de su ser por un genio maligno, a la manera de Descartes, que ha confundido la razón de Siqueira y le ha transferido las características futbolísticas de Diego Capel. Ayer incluso hubo quien creyó ver el espíritu negativo que nubla la razón de Siqueira abandonando su cuerpo y campando a sus anchas por la banda izquierda, aunque luego se diera cuenta de que lo que flotaba por el césped era en realidad una gran bolsa de basura de color gris plomo que Dios sabe cómo llegó al sagrado césped del Calderón.

El desconcertante de guardia fue ayer, como en los últimos partidos, Mario Suárez. Mario Suárez, que casi no ha jugado y que cuando lo hizo a primeros de temporada mostró cierta indolencia, cierta falta de concentración y en ocasiones cierta chulería, lleva unos partidos jugando francamente bien. Lo hizo muy bien en el campo del otro equipo grande de la capital y lo hizo bien en Barcelona; contra el Granada tuvo ratos de despiste marca de la casa y contra el Rayo, ayer, estuvo a un nivel alto, ayudando y bien a Tiago y Gabi tanto en la salida a la presión como en la marca de la zona. Tuvo algún pase al contrario de esos tan suyos y tuvo también un destello de estrella, tirando un túnel en el centro del campo, llevándose el balón por potencia y metiendo un pase en profundidad, fuerte y adelantado, de los que solo meten los buenos jugadores. Estos destellos de calidad y fuerza hacen desesperarse al aficionado, que no comprende cómo un jugador capaz de estas cosas cae sin embargo en esos letargos de indolencia y provocación, en esas fases de falta de concentración y apariencia de superioridad arrogante, en esos malos partidos, en definitiva.

El deslumbrante del partido, por último, fue Griezmann. En un partido en el que Miranda demostró que su forma de meter el cuerpo para proteger el balón es digna de una cátedra en Harvard, en el que Trahorras metió un golazo colocando un baloncito junto al palo con la delicadeza y precisión de un cirujano ocular y en el que Arda Turan volvió a brillar casi tanto como la luna turca que ayer vigilaba Madrid, Griezmann se llevó los laureles con toda justicia.

Griezmann firmó una primera media hora antológica en la que no paró de moverse, correr y presionar con ese trote suyo flotante, como de puntillas, con esa pinta de Crispín, el amigo del Capitán Trueno. Bajo esa apariencia de espadachín de salón afrancesado, Griezmann hizo kilómetros facilitando la presión, robó balones (como el de su primer gol, fantástico por listo y por buena definición) y buscó los espacios con inteligencia (como en el segundo, de nuevo con una definición perfecta tras un pase en profundidad con la cabeza del peleón y a ratos muy acertado Mandzukic). Griezmann hizo ayer su partido más completo, más aún que el de Bilbao, gracias a su continua movilidad y participación, mostrando por fin la cara del Griezmann que queremos y necesitamos, del delantero llamado a marcar la diferencia cuando combine con Manzukic y su constante pelea o con Torres, con quien parece disfrutar cuando la media roba un balón y se lanzan los dos a la carrera hacia la portería rival. No contento con sus dos golazos del primer tiempo, pasado el minuto ochenta Griezmann siguió mostrando ganas y sobre todo gasolina, lanzando dos contras con el baloncito pegado al pie a velocidad de primer tiempo, una con pase a Torres y buena intervención del portero rival ante un regate que quizás pudo ser mejor y otra en un poste que le privó del hat-trick.

Pasadas las remontadas épicas rivales que luego resultó que no pretendían llegar a buen fin porque lo que les gusta es descansar, pasado el partido de Copa en Barcelona que terminó peor de lo que debería, pasados ya los partidos de la primera vuelta, el Atleti sigue mostrando perfil de equipo grande. Con la necesidad de dar descanso a algunos jugadores de la media,  con la alegría de tener 3 centrales de categoría y dudas en el lateral izquierdo (pongamos velas para la pronta recuperación de Ansaldi) y unas variantes en ataque que hace tiempo que no se veían, el Atleti empieza la segunda vuelta, la más determinante, la que viene cargada de partidos. Y lo hace bien, quizás sin deslumbrar, quizás con algunas leves sombras pero con una luz general a la que, Dios bendiga al Cholo Simeone, nos estamos acostumbrando.