lunes, 26 de mayo de 2014

48 horas (Crónica cavernaria para Bambino y Bravido)

Pasadas 48 horas del batacazo, del disgusto, del sofocón, pasadas 48 horas desde el momento en el que uno intenta no pensar desde hace 48 horas, pasadas 48 horas del instante que uno recuerda y aún no cree, cuerpo y mente empiezan a metabolizar lo vivido, a relativizar los sentido, a poner en perspectiva el significado de todo. A respirar, vaya.



Desde 48 horas antes del momento, en Lisboa, el Atleti entero – ancianos, mujeres y niños por delante - vivió un momento de esos que uno nunca cree que va a vivir por demasiado rebuscado, por demasiado retorcido, por demasiado cruel. Horas antes de ese instante la gente del Atleti iba feliz hacia Lisboa, confiada en vivir un día bonito que podría acabar en victoria o en derrota pero no en guión de tragedia trágica, de drama dramático, de calamidad plusquamcruel. La afición, feliz por haber sido campeona de liga ni más ni menos unos pocos días antes, iba hacia Lisboa preparada para todo, principalmente para la derrota y también para la victoria, a sabiendas de que un nuevo título la convertiría en protagonista de quizás una de las gestas deportiva más grande de todos los tiempos, a sabiendas también de que una derrota no supondría más que un “uy” rozando el poste en la temporada más gloriosa que uno recuerda.

Desde la mañana del sábado Lisboa, que es chiquitita y preciosa, estaba llena de gente de ambos equipos, todos con sus camisetas, todos mezclados, todos tranquilos. Llamó la atención la ausencia de faltas de respeto, la buena onda general, la mezcla pacífica entre dos aficiones rivales hasta el tuétano que, quizás por obra de la paz que irradia Lisboa o bien porque la gente, harta del chirrido que producen los enfrentamientos comerciales de los tertulianos sobreactuados y faltones y las peleas cerriles de los grupos radicales, parecían mucho más preocupadas de no aguarle el viaje al contrario que de hacer valer su presencia a voces.

Quizás la clave del respeto general fue que en Lisboa esta vez los que estaban eran las gentes del fútbol, los que van todos los domingos a los dos estadios, los que conocen la línea fina que divide el fracaso del éxito y que por ello dan un valor al respeto que no dan los aficionados de boquilla y día señalaíto, esos que no van nunca al campo si no es invitado y con jamón, esos que se enteran de los resultados el lunes por la mañana y sonríen burlonamente cuando se descubren de que ganaron los suyos, esos de ganamos pero perdieron, esos que abusan de la buena educación de los que sí se significan públicamente, esos que no entienden nada ni lo entenderán nunca: los tocahuevos acomplejados, vaya, para qué vamos a andar con circunloquios.

En Lisboa unos y otros pasamos un día fantástico, dimos paseos por las cuestas, tomamos cerveza en las terrazas, comimos bacalao. Ni un solo incidente vio el que suscribe, ni una sola palabra fuera de tono, ni una sola falta de respeto. En Lisboa, ciudad balsámica, quedó patente la diferencia entre madridistas y vikingos; sí, lean bien, madridistas, la palabra que nunca antes se escribió en este blog, el nombre que nunca antes ha sido mencionado desde estas líneas, el apelativo prohibido. En las calles de Lisboa pasamos unas horas preciosas y tranquilas y eso hay que agradecerlo a las dos aficiones y a las ganas generales de no faltar al respeto. De la nuestra no dudábamos, a la rival se lo reconocemos y se lo agradecemos.
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Tras 93 minutos de angustia y una puñalada que nunca olvidaremos, empezó a quedar claro que el partido no se ganaría. Quizás el rival mereció empatar antes, quizás mereció ganar en la prórroga como lo hizo, quizás el resultado fue demasiado abultado al final, quizás el fútbol es un deporte en el que la justicia no siempre impera pero parece que la injusticia impera más para unos que para otros. Quizás de haber ganado el partido el Atleti, el resultado hubiera sido injusto; quizás, de mirarse el total de las eliminatorias, el título lo merecía el Atleti más que nadie. Quizás.

Lo que sí es seguro es que el desenlace fue demasiado cruel como para ser digerido con facilidad, demasiado dramático como para no preguntarse quién decidió el guión. El gol en el descuento otra vez, como en el 74, llevando al equipo a jugar una prórroga cuando la mayoría de jugadores no podían casi correr, algunos cojos, otros acalambrados, fue un colofón demasiado dramático y teatral, desproporcionadamente duro, injustamente cruel. El dolor de la grada rota y agotada tras apabullar a la rival durante todo el partido sin dejar un momento de gritar, los gestos del entrenador pidiendo salir con la cabeza alta, la ovación de los periodistas al entrenador perdedor al entrar en la sala de prensa son gestos inolvidables que quizás no nos habría gustado vivir. Tampoco nos habría gustado vivir, claro está, la celebración patética del cuarto gol, uno de los momentos más ridículos del deporte universal, sin duda el episodio más tonto y lamentable que uno recuerda a su autor, y eso que tiene un curriculum envidiable, rico en disparates y tontunas.

La bofetada final vació de sentido cualquier análisis del partido. De nada sirvió comentar la desgracia de haber tenido que jugarse la liga en Barcelona unos días antes llegando así con el equipo al borde del agotamiento, ni el extraño caso de Diego Costa, su recuperación milagrosa gracias a conjuros equinos y sus nueve minutos de misterio en el campo. No valió de nada hacer cábalas sobre qué habría pasado si hubiéramos podido hacer los cambios de otra forma, sin tener que sacar a Adrián tan temprano, si ese corner se hubiera defendido con Costa, Raúl o Mario además de los que en ese momento jugaban, si el Atleti hubiera llegado con más gasolina a los minutos finales.  No  valió de nada comentar el nuevo gol de Godín, el buen partido de todos y el, de nuevo, partido gigante de Gabi, capitán de leyenda y orgullo del Calderón.

De nada sirvió, de nada. Como si fuera un guión elaborado por el más retorcido de los escritores retorcidos, el Atleti vio cómo, de nuevo, se le escapaba una copa de Europa cuando el partido acababa. Como en el 74, se perdió en el último momento lo que tanto costó conseguir y del mayor éxito posible se pasó a un dolor intenso que duró como mínimo 48 horas. 48 horas, eso sí, no más; pasado el dolor, volvió la leyenda.
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Desde horas después del instante famoso, la Nación Colchonera se metió en el fondo de la cueva a lamerse las heridas. Sin esconder los colores  - eso nunca – los coches volvían de Lisboa con expresión grave y en silencio, con las bufandas atadas a los retrovisores pero los faros a medio cerrar en señal de disgusto grande, sin parar hasta Madrid. Y en Madrid el que más y el que menos hizo lo que pudo por aislarse de los medios y del ruido de la calle, por intentar no ya olvidar sino al menos no rememorar lo vivido hacía unas horas, por no rebozarse en la imagen de la celebración ajena, de la que pudo ser nuestra.

Quizás solo los más viejos del lugar, pero no los cuarentones, recordaban algo así. Algunos sí recordamos la vuelta desde Lyon con el cansancio de veinte horas de autobús y la cara de disgusto por haber sido barridos del campo por un equipazo ucranio. Muchos sí recordamos la cara de tontos que se nos quedó cuando Tamudo metió aquél golejo o cuando Mendieta metió ese golazo, pero recordamos inmediatamente las noches posteriores de alegría para asombro de los seguidores de los equipos que nos habían ganado, que no celebraban ni la mitad que nosotros. También aquel penalti fallado en Oviedo y la constatación de que lo hasta entonces nos resultaba impensable, el bajar a Segunda, acababa de ocurrir. Todo eso lo recordamos pero, curiosamente, no creemos haber sufrido en su momento el mismo dolor de lo de Lisboa.

Pero, ¿es esto cierto? ¿Fue menos grave bajar a Segunda que perder la Copa de Europa tras ganar la Liga? Si haber bajado y pasar dos años fuera de nuestro lugar natural acabó con el tiempo siendo asumido y hasta recordado con media sonrisa, ¿será distinto lo de Lisboa?

Pensando pensando, uno se da cuenta entonces de que todos esos pasajes que uno no deseó vivir son sin embargo recuerdos no tan desagradables pasados los años y forman parte del ADN del seguidor tanto como su Primera Comunión o el color de su pelo. Con el tiempo se han convertido en días de los que uno habla cuando se junta con el resto de la familia en sobremesas de rojo y blanco, igual que las supersticiones fallidas se convierten en motivos de risa general cuando se comparten con los correligionarios tras tres gintonics. En las tertulias atléticas es común hablar de las cicatrices producidas por cada fracaso y casi alardear de ellas, compartir con precisión dónde estaba cada uno cuando pasó el desastre, reírse a toro pasado de las ceremonias, de las supersticiones, de las palabras mágicas que recitábamos, sin éxito, esperando un gol de Rodax o algo aún más improbable.

Llegados este punto de somatización, 48 horas después la Nación Colchonera empieza a encontrarse mejor, más confiada, con más ganas de salir del agujero en el que se metió tras el partido. Harta de lamerse las heridas, la gente del Atleti va asomando poco a poco, riéndose por lo bajini de la estampa del celebrante del cuarto gol, riéndose ya con menos disimulo de la afición rival cantando “sí se puede”, deseosa de encontrarse un correligionario para ver si a él ya se le pasó también el disgusto, el sofocón, el berrinche.

Y entonces ve que sí, que poco a poco van saliendo de sus agujeros los compañeros de grada, algunos con buena cara, otros con cara de querer que otro se la alegre, unos ya muertos de risa. Y entonces es cuando uno se va viniendo arriba al ver que desde la cueva vecina sale un niño que insistió a su padre para ir con la camiseta del Atleti al cole el día que seguramente se iban a reír de él, y ve un torero que sale a Las Ventas del Espíritu Santo con un capote de paseo con el escudo del Atleti bordado, y ve en una ventana una bandera rojiblanca que alguien mantuvo a la vista de todos desde el sábado por la noche a pesar de los pesares. Y entonces nota cómo le vuelve a fluir la sangre y la alegría, el orgullo y el saber que hay algunas, pocas cosas que están por encima de las desgracias y una de esas pocas cosas es el Club Atlético de Madrid y su afición a la que, por suerte y por la gracia de Dios, uno pertenece.

Y entonces uno se da cuenta de que el tipo que salió de la cueva no es igual que aquél que entró hace 48 horas, sino que es un tipo mejor, más duro, más fuerte. Un tipo que luce dos cicatrices en plena cara, una del 74 y otra del 2014, dos, para que se vean bien y nadie dude de quién tiene delante ni por lo que pasó. Un tipo agotado pero con ganas de pelea, con ganas de reírse del que ganó y lo celebró haciendo el bobo, con ganas de decirle a todo el mundo Yo Soy del Atleti, del Atleti, del equipo hecho a base de grandes campeonatos y fechas marcadas a fuego donde más duele.

Y ve también saliendo de sus agujeros a los chavales más jóvenes que sufrieron en la última semana una inmersión intensiva en lo que es el Atleti. Y sonríe viendo a los que, acostumbrados a los éxitos de los últimos años, dudan ahora a la hora de enfrentarse al papelón de volver al colegio y sufrir unas cuantas horas. Y ve las dudas y les dice quizás no estéis hechos para esto, si es así es mejor que os salgáis ya, si no valéis no valéis, tampoco pasa nada.

Pero mira sobre todo a los que aprietan los dientes y saben lo que tienen que hacer, a los que al fin dan ese paso al frente que tanto nos costó dar también a nosotros aquel día tras un disgustazo y eso que ahora, tras los años, no nos suponga ningún problema. Y recuerda haber estado en la misma tesitura y también haber echado la pata p’alante, respirar hondo y terminar diciendo eso de hoy más que ayer, oiga, hoy más del Atleti que el oso del escudo.

Y viendo a los que sí dieron el paso, el tipo recién salido de la cueva sonríe más y les dice bienvenidos al Atleti. Bienvenidos, aquí está el único equipo que termina la mejor temporada de la historia con una tragedia griega, aquí está el Campeón de Liga al que se le quedó cara de póker, aquí está el equipo distinto, el equipo diferente, el equipo del que se es mucho o no se es, el equipo que no está hecho para todos y sobre todo no para los débiles de espíritu, el Atleti de Madrid. Bienvenidos al equipo de los que nunca dejan de animar, de los que suben cuestas interminables, de los que se ríen de sus desgracias con los amigos unos meses después de sufrirlas. Bienvenidos al Atleti, al equipo que homenajea a los que perdieron dándolo todo y menosprecia al que ganó con la chequera, al equipo del que, una vez se entra, no se sale nunca y en el que nunca se está con la cabeza gacha. Bienvenidos al equipo que sale de entre los escombros cantando el himno con voz de campeón, el equipo al que nadie entiende salvo los que no entienden nada sin el equipo.

Bienvenidos al Atleti de Madrid, a lo más grande que hay, a nuestro equipo, a nuestra forma de vida.

martes, 20 de mayo de 2014

Nosotros, los Otros



Quedar en la casa de siempre con la gente de siempre. Sentarse en el mismo sitio que las otras veces, llevando la misma camisa y el mismo afán infinitivo que aquel día en Estocolmo, llevando los mismos calzoncillos, pantalones, calcetines, botas de las otras veces. Tomar cada uno el mismo asiento que las otras veces, disponerse igual frente a la tele, respirar hondo, mirar el reloj.

Mirar la alineación, respirar tranquilo, pensar que cuando uno se sabe de memoria una alineación es que el equipo es de fiar. Ver el atuendo visitante, tener una duda, recordar otros partidos en los que la misma camiseta funcionó bien, respirar tranquilo de nuevo. Hacer silencio, mirar la tele, escuchar a los comentaristas del Plus, irritarse levemente, luego más, luego menos, luego a ratos. Mirar al equipo con los ojos entornados, intentar  descifrar eso que vemos los que vemos todos los  partidos, esto es, si el equipo está bien, si los muchachos están bien, si las cosas fluyen. Ver que sí, que fluyen; respirar hondo, respirar tranquilo, comentarlo con los vecinos de sofá y compañeros de angustia; estamos bien, señores, estamos bien, hemos salido bien, sabemos a lo que hemos salido, no es el equipo del día del Málaga. Ver cómo pasan los minutos, tener el estómago cerrado, la boca cerrada, los ojos abiertos. Ver cómo el Atleti es superior, cómo sabe a lo que juega, cómo lo demuestra. Animar a los demás, hay que creer, señores, el equipo está bien, Gabi está bien, si Gabi está bien no hay que temer.

Ver cómo se lesiona Diego Costa corriendo por la parte baja de la televisión, antes de que lo diga el comentarista. Ver cómo hace un amago de seguir, ver cómo para inmediatamente, ver cómo se tira al suelo, cómo pide asistencia, cómo se acercan compañeros y rivales a ver cómo está, entender que no seguirá jugando, maldecir. Escuchar atónito a la afición rival redoblar el esfuerzo al animar, levantar los hombros, decir “vaya tela”. Decir bueno, no pasa nada, ver cómo sale Adrián, ver a Costa llorando, maldecir en voz baja, confiar en voz alta. Ver cómo Arda se lleva un golpe, ver cómo se tira al suelo, ver cómo pide asistencia, cómo se acercan compañeros y rivales a ver cómo está, entender que no seguirá jugando, maldecir de nuevo. Escuchar atónito a la afición rival abucheando al lesionado, decir de nuevo “vaya tela”. Decir bueno, no pasa nada, a ver cómo sale Raúl, ver a Arda llorando, maldecir de nuevo en voz baja, confiar en voz aún más alta.

Seguir confiando, ver al equipo algo despistado, apretar la mandíbula. Ver cómo un balón llega al área, ver cómo Messi la para medio mal, ver cómo Alexis tira a puerta, ver la red moviéndose, entender que fue gol al ver a Alexis corriendo, no entender nada sin embargo. Esperar a la repetición, decir “Dios mío qué golazo, no se lo cree ni él, vaya tela”, mirar a derecha, mirar a izquierda, mentir, decir “yo estoy tranquilo”.

Esperar un ratito, darse cuenta de que en realidad uno sí confía, volver a decirlo, sin mentir esta vez. Ver cómo el Atleti se va arriba y fuerza corners, invocar a los altos en todos y cada uno de los saques de esquina, vamos Mirandinha, vamos Uruguayo, vamos Raúl, vamos chavales. Ver cómo el árbitro pita el final del primer tiempo. Levantarse, girarse al resto, decir “somos mejores, sabíamos que marcarían, estamos como estábamos, hay que confiar”. Darse la vuelta, pensar si lo que se acaba de decir se cree o se quiere creer; llegar a la conclusión de que se cree de verdad, darse la vuelta de nuevo, decirlo de nuevo, esta vez a voces: SOMOS MEJORES, HAY QUE CONFIAR. Abrir una ventana, mirar fuera, respirar hondo.

Volver a sentarse, esperar al inicio del segundo tiempo, acomodarse en el sofá, desacomodarse inmediatamente. Tocar compulsivamente un objeto talismán de madera, hacer rebotar las rodillas, apretar las manos, apretar los dientes. Leer entre líneas, ver al equipo enchufado, decir “vamos muchachos”. Ver el poste de Villa, dar un salto, sentarse con las manos en la cabeza. Ver cómo sale un balón a córner, oír cómo el vecino de asiento dice “aquí llega el gol”, mirarle, ver cómo confirma “aquí llega el gol, créeme, es gol”. Ver cómo sale el balón hacia el área, ver un barullo, ver cómo se eleva Godín, ver la red moviéndose. Girarse mirando con los ojos lo más abierto posible al vecino de sofá. Oír cómo dice “te lo dije”, notar que sale por fin la voz, gritar GOOOOOOOL, tensar todos y cada uno de los músculos del cuerpo, gritar de nuevo GOOOOOOL, pegarse un abrazo de los que duelen, de los que aprietan. Pegarse otro abrazo y otro y otro y dar un beso y otro y otro a todos los que están saltando por la casa. Gritar de nuevo, dar más besos, más abrazos. Recuperar momentáneamente la compostura, beber agua, dar un paseíto por el cuarto con las manos en la nuca, volver a sentarse tras cinco minutos.

Ver que el Atleti es mejor, decir que el Atleti es mejor. Mirar al suelo, tocar la madera, mirar al reloj, tocar la madera, mirar al suelo, mirar al reloj, batir las rodillas, mirar a un lado, tocar la madera, mirar al suelo. Levantarse un momento, subirse una pernera, subirse otra, mirar al suelo, tocar la madera, mirar al reloj, decir “vamos” muy bajito. Mirar a un lado, mirar a otro, ver la cara del resto, decir “somos mejores”, pensar que somos mejores, mirar el reloj, tocar la madera. Dar un sorbo al agua, tocar la madera, besar la madera, mirar al suelo, mirar al reloj. Levantar rítmicamente los talones, sacudir las rodillas, mirar al suelo, notar una mano que se posa en la rodilla, mirar y ver al compañero que dice “somos mejores”, contestar “sí, sí lo somos”, tocar la madera, mirar al reloj. Mirar al reloj, mirar al reloj, mirar al reloj. Mirar al reloj. Ver el final del partido. Entender que somos campeones de liga 18 años después.

Hincarse de rodillas, con los brazos abiertos, gritar SIIIIIIIII. Ver cómo el resto salta, se abraza, se besa, seguir con las rodillas clavadas en el suelo, romper a llorar.

Llorar cinco minutos seguidos sin saber muy bien cómo parar, recibir abrazos, besos, empujones. Intentar recobrar la compostura, dar besos, abrazos, gritos. Mirar el móvil, ver 200 mensajes recibidos, intentar leerlos, intentar contestarlos, no conseguir ni lo uno ni lo otro porque siguen entrando. Ver mensajes de números desconocidos, de números extranjeros, de gente a la que hace años que uno no ve. Ver mensajes en otros idiomas, de números que uno no reconoce, de gente de la que uno casi se había olvidado, recibir dos o tres llamadas de las que sí hay que contestar inmediatamente, recibir otras cuyo autor debería entender que ya le llamarás cuando pase el desconcierto.

Echarse las manos a la cabeza pensando que el equipo ha ganado la liga 18 años después, mirar la tele de reojo. Ver a Gabi llorando de rodillas también, ver a Raúl García uniéndose. Ver al Mono Burgos abrazarse a Simeone, escuchar la preciosa ovación de Nou Camp que no sólo redime los pitos durante las lesiones, sino que se le queda a uno en la memoria para los restos. Mirar por la ventana, empezar a ver coches que pasan con bufandas en la ventana tocando el claxon, camino del centro. Ver cómo la parada del autobús se llena de chicas con camisetas del Atleti, ver el autobús que llega ya repleto de gente de rojo y blanco. Darse cuenta de nuevo que el equipo ha ganado la liga, 18 años después. Recordar la fiesta en Neptuno el día del Doblete, el sol en la grada de lateral durante el partido del Albacete, el centro de Madrid colapsado desde primeras horas de la mañana, la pierna rota que uno lucía (gentileza de un central flamenco de 100 kilos con poco respeto por los mediocentros extranjeros), la calle Huertas compacta de gente en rojo y blanco, el Anvick Club convertido en Pantic Club por obra y gracia de un rotulador Edding de punta gorda, la prensa del día siguiente.

Entrarle a uno las prisas por ir al centro, coger la bufanda antigua, la del escudo bordado que ya empieza a deshacerse. Coger las llaves de la vespa, ir hacia el centro tocando el pito, saludando a los coches, viendo el río rojo y blanco que baja por O’Donnell y Alcalá camino de la Puerta de Alcalá. Reunirse en el punto convenido, Barquillo 22, enclave mítico en la historia del Atleti. Cantar el himno, coger la calle Barquillo hacia abajo, torcer en Alcalá, enfilar Neptuno. Ver a uno, dos, tres compañeros de colegio a los que uno no veía hace años, abrazarse con ellos, abrazarse con un señor de Zamora que pasa por ahí. Llegar al punto convenido, abrazarse con los amigos, dar saltos con los amigos, abrazarse con Panadero Díaz, ahí es nada. Cantar el himno moderno, cantar el del Metropolitano, cantar el moderno de nuevo, notar que se queda uno sin voz. Quedarse callado viendo el espectáculo de Neptuno, los miles de personas, los niños y niñas, los conocidos, los desconocidos. Los canosos que saltan como críos, los críos que creen que esto de venir a Neptuno cada año es normal, alguna anciana a la que la multitud facilita el paso abriéndose espontánea y respetuosamente como un banco de peces rojiblancos que se mueven al unísono y sin saber bien por qué. Mirar los perros con bufanda, las familias enteras con cara reluciente y camisetas rojiblancas, las niñas chicas con coletas y la cara pintada, los tipos maduros que, menos expresivos que el resto, están sin embargo aún más contentos porque saben lo que costó llegar aquí de nuevo.

Cenar, beber cerveza, dar saltos, darse abrazos. Darse realmente cuenta de lo que ha pasado, empezar a entender lo que ha pasado en realidad. Ver en la televisión de los bares lo que está pasando, ver lo que la gente opina del equipo, ver cómo el equipo es un ejemplo para mucha gente, para muchas cosas, para muchos otros. Ver la prensa extranjera, ver lo que esto significa, ver lo que realmente implica la vuelta del Atleti Grande en un momento difícil y en medio de dos clubes sobreprotegidos y que parten con ventaja. Ver que en todo el mundo se pone al Atleti de ejemplo, ver que en las gradas de campos de equipos modestos pero históricos de toda Europa se desea suerte al Atleti y se le da la enhorabuena.

Entender que volvió un grande porque peleó como un pequeño, que el Atleti recuperó el trono a codazos a pesar de las rémoras del palco, de los colaboracionistas de los medios, de los cenizos, de los mediocres. Comprobar que el Atleti, sus jugadores y su camiseta vencieron a golpes y centímetro a centímetro al sistema, a sus propios problemas internos, a su directiva incompetente, a los periodistas cobardes, a los asustadizos que encontraron en el Pupas la coartada para no pelear, a los catastrofistas, a los envidiosos, a los descreídos, a los agoreros, a los tristes.

Entender que ahí mismo, en el centro del mundo, está el Atleti y estamos nosotros. Nosotros, los de siempre, los del equipo de cuando éramos niños, de cuando ganábamos y perdíamos, de cuando pensábamos que esto no pasaría nunca. Nosotros, los de la familia entera de rojo y blanco yendo al campo, los de las colas antes de las finales, los de la rabia los domingos de vergüenza, los del abono de cupones y la renovación en Segunda. Nosotros, los que no nos movimos de su lado en los días difíciles y damos un paso atrás para que celebren otros en primera línea en los días grandes. Nosotros, los Otros, los del otro lado, los diferentes, los elegidos, los apestados. Nosotros, los de Gárate, los de Molina, los de Dirceu, los de Alemao. Los de Ayala, los de Adelardo, los de Escudero, los de Falcao. Los de Torres, los de Pantic, los de Arteche, los de Luis. Los de Griffa, los de Gabi, los de Pereira, los de Courtois.

Nosotros, los que sabemos quiénes somos, los que llevamos en esto más que el oso del escudo, los que no sabríamos qué somos si no fuéramos nosotros, los otros.

Nosotros, los que nunca podremos agradecer lo suficiente a Simeone lo que ha hecho por nosotros. Nosotros, los del Atleti.

Los del Atleti.





jueves, 1 de mayo de 2014

40 años (no es nada)

1974


Hace 40 años, en 1974, cuando el Atleti jugó su primera final de Copa de Europa, uno era un niño chico. Quizás les sorprenda a Vds que uno haya sido alguna vez un niño chico, pero así fue durante unos años, precisamente aquellos. Uno, rubio, con el pelo a tazón y camiseta del Atleti puesta durante todo el verano, era demasiado chico para acordarse con precisión esa final aunque sí tiene recuerdos de ella. Los recuerdos son vagos, confusos y giran en torno a una televisión en blanco y negro en una habitación pequeña de una casa de la sierra de Madrid, lo que sugiere que aquél día de San Isidro era, como ahora, festivo. Los recuerdos no incluyen más que imágenes deshiladas, sueltas, fogonazos aquí y allá; también nombres, algunos confusos, uno muy claro, Gárate. De Gárate sí se hablaba en casa, aunque poco, y se siguió hablando durante unos años.

Con el tiempo, uno investigó sobre ese equipo al que el propio presidente bautizó como el Pupas, echando así sobre los hombros de un equipo de leyenda un mote molesto como los vecinos del lado Norte de la ciudad, irritante como los tertulianos deportivos, pesado como el plomo. El Atleti ha cargado con el Pupas desde entonces como el protagonista de Basket Case cargaba con su hermano maligno en un canasto, a disgusto a pesar de ser parte de la historia, a regañadientes a pesar de venir el apelativo del Presidente más importante del Club.  Y eso que incluso una parte de la afición parece sentirse cómoda con la maldición patrocinada desde el palco, rebozada en una coartada histórica para así desatender la realidad terrible del club durante los años negros en los que la identidad estaba perdida en un denso bosque de manzanos y maniches. El Pupas, el maldito Pupas, ese mote desacertado para un equipo, el del 74, que pudo ser cualquier cosa menos un Pupas.

Al Atleti del 74 le entrenaba un argentino, el Toto Lorenzo. En él jugaban Reina, Pacheco y Rodri, Panadero Díaz, Ovejero y Cabrero, Heredia, Benegas y Capón, Alberto, Eusebio y Quique, Adelardo, Luis y Melo, Salcedo, Ufarte y Becerra, Irureta, Ayala y Gárate. Ni más ni menos, oiga, ni más ni menos.

Entre los nombres recién mencionados, algunos de los mejores jugadores de la historia del Atleti, varios ídolos de infancia del que suscribe y también de sus más próximos. Jugaba Reina, el portero de jersey verde que uno quiso ser aquél día que jugó de portero y que aún quiere ser Jorge Lera. Jugaba Panadero Díaz, en cuyo honor el que suscribe co-fundó una peña atlética en Bruselas que responde al combativo nombre de Frente de Liberación Panadero Díaz (con su correspondiente escisión disidente, como está mandado: el MLPD, Movimiento de Liberación Panadero Díaz – Frente 25 de Mayo, surgida tras el Doblete y la vuelta de la emigración). Jugó Ovejero, que años después echaría abajo una portería en Zaragoza de una embestida, y jugó Capón, con ese bigote que, junto al de Leal (con su vendaje), nos dio ganas de tener bigote cuando teníamos 7 años. Jugaron Alberto y Eusebio, cuyos nombres uno confundía de chico y no sabía quién era quién, y jugaba Adelardo, el jugador que más veces ha defendido nuestra camiseta, para muchos el emblema del Club durante muchos años. Jugó Ufarte, a quien el que suscribe dio la mano hace unos años y le invitó además a una botella de vino, escapándose luego del restaurante por vergüenza, para no recibir las gracias de un tipo al que siempre le estará uno agradecido. Jugó Becerra, que uno no sabe si se escribe con c o con z, que murió demasiado joven pocos años después, y jugó Irureta, siempre tan caballero con el Atleti, siempre recordando en sus años como entrenador todo lo que le enseñó el Club. Jugó Ayala, nuestro ídolo melenudo de niños, el Ratón, el más rápido, el más eléctrico, el dueño legítimo del nombre de cierto perro ratonero que cierto día en Albacete, desde la grada, saltó al campo durante un partido que el Atleti jugó allí - camiseta rojiblanca y el número 11 a la espalda - persiguiendo una bola hasta que fue reducido por la fuerza pública ante su negativa a abandonar el terreno de juego sin el balón en la boca. En ese equipo jugó Luis Aragonés, ese tipo único, enorme, el que volvió al Club para sacarlo de Segunda, el que dijo a un árbitro que no pisara el escudo, el que rompió la pizarra en el vestuario antes de la final de Copa; el tipo de más influencia en el fútbol español, el que vio lo que nadie veía y fue apartado de su obra de arte cuando más fácil era todo, nuestro referente, nuestro guía lleno de defectos y virtudes, nuestro espejo, el Atleti hecho tipo con patillas, cigarrillo y pelliza.

Y en ese equipo jugó Gárate. Gárate, el tipo que uno querría ser.

Nunca el Club ha hecho un homenaje a ese equipo maravilloso que llegó imbatido a la final de Bruselas del 15 de Mayo del 74 para toparse con el mejor Bayern de Múnich de la historia, el equipo de Beckenbauer, Maier, Muller, Hoeness, Breitner y el maldito Schwarzenbeck, la columna vertebral del equipo que luego ganaría el Mundial para Alemania unos meses después. A ese equipo que fue superior a los alemanes durante el partido y se adelantó con un gol de falta de Luis Aragonés, celebrado antes de entrar por el propio Luis con un salto batracio para la historia. Ese equipo que vio cómo, ya en el descuento, el rival empataba gracias a un gol marcado por un jugador que nunca marcaba y perdía en la repetición del partido dos días después ante una plantilla mucho más física que se encontró con el regalo de un partido extra que no mereció y una copa que vive en Munich cuando debería vivir en Madrid.

Si alguien viendo esa alineación puede pensar en un equipo perdedor, que abandone el local. Si alguien piensa que ese grupo heterogéneo en el que convivían argentinos aguerridos y brasileños de juego floreado, extremeños recios, madrileños castizos, vascos de pedigree, asturianos de raza y un paraguayo orgulloso de llevar los colores de su equipo nacional no era un equipo de leyenda, que abandone la lectura, la ciudad, el país. Si algún insensato no ve en este grupo de melenudos, bigotudos, sobrios jugadores pelicortos y un gentleman de Eibar  - en palabras de uno de los talentosos  Olivares  (no recuerdo cuál), “un equipo que eran los Beatles y los Rolling Stones a la vez” – el reflejo del propio Atleti todo, de su grada y de su historia, que llame a un especialista.

Nunca ha recibido ese equipo maravilloso el homenaje público que merece. Y, con 40 años de retraso, ya es hora, oiga, ya es hora.

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2014


Cuarenta años después de la semifinal de Glasgow, recordada por los aguerridos escoceses como una batalla campal y por los aficionados del Atleti como el partido en el que el Atleti vistió con preciosa camiseta roja de puños rojiblancos y sufrió tres expulsiones (no del todo injustas, oiga) por indicación de Babacán, un árbitro turco con nombre de malo de novela de aventuras (incluso como “El Malvado Babacán”), el Atleti se plantó en Stamford Bridge, estadio del Chelsea, con la misión de hacer la machada que 40 años antes habían hecho nuestros ídolos de la infancia y meter al equipo en la final.

El Atleti que fue a Stamford Bridge, líder de la liga española, invicto en Champions y orgullo de la parte noble de la ciudad de Madrid , también está dirigido, como el del 74, por un argentino temperamental, talentoso y trabajador que viste sobrio traje, camisa y corbata negra y lleva un rosario bajo la corbata. Este mago, al que nunca jamás podremos agradecerle suficientemente lo que ha hecho por nosotros, tiene por ayudantes un sabio de la preparación física y un portento de la naturaleza que viste siempre anorak y lleva un cronómetro, se ríe cuando nosotros nos asustamos y saluda con cariño al delantero centro rival, tan atlético como nosotros, cuando sale al campo en el que ahora juega de local, para su desgracia y la nuestra.

En el equipo que dirigen estos tres argentinos - que deberían recibir las nacionalidad honorífica, las llaves de la ciudad de Madrid y su peso en jamón del bueno (por más que pese el Mono) - cuenta también con brasileños de juego floreado, argentinos tatuados, madrileños castizos, asturianos de raza, uruguayos bravos de mandíbula apretada; además, un turco tocado por el dedo de los dioses del talento, un tipo de Alicante que ha sufrido una metamorfosis, un hispano-brasileño con cara de tripulante de navío corsario y la fuerza de un búfalo cafre, un navarro capaz de rematar de cabeza un satélite fuera de órbita y un gigante belga capaz de parar ese mismo satélite a pocos metros de su lanzamiento desde Cabo Cañaveral sin perder la gomina del tupé. Y, según se demostró en Stamford Bridge, estadio frío poblado por una afición fría, antipática y obsesionada con los jugadores que su millonario presidente puede comprar cada año (algo de lo que presumen con la idiocia del hijo del vecino rico que copia, en más caro, cada cosa que hace el resto de niños del colegio que, por supuesto, le ignoran), ese grupo heterogéneo, Beatle y Stone como el del 74,  es también un equipazo de leyenda como lo fue aquél.

Salió el Atleti al campo del Chelsea vestido con pantalón rojo, pero en un estado tal en el que estas cosas ya ni importan. Miró el Atleti a la grada y vio el Calderón,  atronador en medio del silencio frío y azul de Stamford Bridge, y entonces todos supimos que iba a ser un gran día. Miró el Atleti a la grada y vio miles de bufandas rojiblancas, la bandera de esa España en la que pone Algeciras, las pancartas de las peñas belgas y británicas, las canas de los aficionados que recuerdan la final del 74 y los ojos brillantes de las chicas atléticas que hacen de la grada del Calderón un sitio especial, y tragó saliva. Miró el equipo titular al banquillo y, tras él, vio al Capitán de Capitanes vestido de traje y corbata con bufanda del Atleti, agarrado a la valla de detrás del banquillo con gesto de poder saltar al campo a por el balón en cualquier momento, como hizo el perro Ayala en Albacete, y entendió lo que tenía que hacer. Miró el Atleti a la grada de nuevo y vio los retratos del Cholo y de Luis Aragonés y, en ese momento, los jugadores del Chelsea parecieron pequeñitos, inofensivos, enclenques.   

(Mientras el Atleti en pleno miraba con la mandíbula apretada a la grada del Atleti, otra parte del Atleti hacía lo propio. Nacido 10 años después de esa final de Bruselas, Torres es un poco más mayor que los que sólo vivieron los años negros de manzanos y maniches, y un poco más joven que los que sí recuerdan el Atleti grande de los 70 y 80. De haber tenido unos años menos, quizás estaría en el primer equipo a las órdenes de Simeone, de haber tenido unos años más quizás no se habría visto en la tesitura de tener que enfrentarse a su equipo del alma en tamaña situación. Torres marcó el gol de su equipo actual contra su equipo del alma y naturalmente no lo celebró; las imágenes del momento son desoladoras. El destino, que con Torres ha tenido sus más y sus menos, quiso que hiciera un buen partido y marcase un gol ante todo ese público rojiblanco que tanto se alegra de sus goles contra otros; quizás el desenlace final, que su equipo perdiera a pesar de su gol, es lo mejor que le pudo pasar. Torres, ovacionado en Madrid durante el calentamiento y al final del partido y cuando fue sustituido en Londres, no necesita explicaciones para entender lo que ayer estaba pasando y probablemente lo vivió de una forma tan especial que sólo él puede llegar a entenderlo. Esperemos que vuelva pronto a casa y nos lo cuente en detalle).

Lo que después ocurrió lo contarán los juglares tras el holocausto nuclear y los colonos extraterrestres que, ataviados con escafandra para evitar la atmósfera tóxica, tomen la tierra desde sus platillos volantes con rayo paralizante. Lo están contando ahora mismo varios habitantes de Papúa a sus conocidos, es portada en diarios de Bangkok y es objeto de análisis en una lejana población vitivinícola australiana en la que, de vez en cuando, tienen la suerte de comer arroz con cangrejos pescados por el propio cocinero. En un cafetín cercano a la plaza de San Telmo, en Buenos Aires, alguien gesticula en este mismo momento explicando el movimiento táctico del medio campo y en Arcore, cerca de Milán, un señor muy alto explica a su madre, mientras come pasta al ragú, cómo Juanfran hizo dos pases de gol tras pases largos de Tiago en una noche para recordar. En Onteniente (Valencia), Fernan Pérez (Almería) y Zurich (Suiza) no se habla de otra cosa, ni se hablará en días.

Y es que el Atleti cuajó uno de los mejores partidos que se recuerdan, con un segundo tiempo a la altura de la Supercopa ganada al propio Chelsea y de los veinte primeros minutos de la eliminatoria contra el Barcelona. Aprendida la lección de la ida (nada de balones altos al centro del área, nada de impaciencia, nada de piedad), Simeone dejó en el banquillo a Raúl García y apostó por Adrián – aquél que desde esta misma tribuna dimos por claramente perdido para la causa - para llevar el balón al suelo y jugar con velocidad cuando fuera necesario. En varias ocasiones durante el primer tiempo se vio cómo los jugadores frenaban su instinto natural a bombear balones largos hacia Diego Costa para seguir tocando, madurar la jugada, buscar ocasiones menos directas si no había una posibilidad clara.

El Atleti dominaba o al menos no sufría pero el Chelsea, bien plantado pero poco incisivo, se adelantó. Fue Torres, quién si no, delantero descomunal que siempre marca en las citas grandes, aunque esta vez en la portería contraria y contra un portero propiedad del Chelsea. Con la grada apagada, el silencio en las casas y las nubes negras en el horizonte, el equipo no se descompuso y siguió fiel a lo suyo, sólido, con un enorme Koke, con Tiago y Mario (sí, Mario) a un nivel excelente y con dos laterales convertidos en amenaza. Entre estos, más Arda, llegó el gol: Koke que rebaña un balón que parecía perdido, Arda que acaba pasando a Tiago, éste que levanta con clase la bola para la entrada rápida de Juanfran quien, como un acróbata, pone el balón hacia el área pequeña; Terry que no llega, Cole que no se atreve, Adrián que remata con la espinilla; miles de tipos que gritan, miles de tipos que se abrazan, miles de tipos que rugen. Gol del Atleti, empate, clasificados.

Tras el descanso, del vestuario volvió a salir la fiera que salió en casa contra el Barcelona, quizás esta vez más pausada, más cerebral, más calmada dentro de su furia. Con Koke dando un recital físico, de control y de mando, el Atleti fue un equipo enorme. Arda brilló, Diego Costa peleó, Tiago y Mario estuvieron a un nivel altísimo, aliviando  a todos aquellos que echábamos de menos a ese tipo del traje y la bufanda sentado tras el banquillo que tanta confianza nos da siempre. Con todo el medio campo entonadísimo, los laterales con ganas y los centrales al enorme nivel de toda la temporada, el Atleti es un equipo temible y sólo es cuestión de tiempo que doble la muñeca de aquél que le echa el pulso. Si al talento del medio campo y la solidez de los centrales se le añade un portero extraordinario y un delantero que es un tormento como Costa, la cosa se complica aún más.

Marcó Diego Costa un penalti un minuto después de una parada milagrosa de Courtois. El penalti se tardó en tirar una eternidad, con un balón que caía al agujero del punto de penalti una y otra vez hasta que los aficionados llegaron a la conclusión de que Costa lo fallaría seguro; naturalmente, fiel a su forma de ser, lo marcó sin dificultad y entre cánticos de recuerdo a Luis Aragonés, ahí es nada. De este segundo gol salió un Atleti enorme: tocando el balón, combinando por la banda izquierda con toques sutiles entre Filipe Luis, Arda y Koke, apoyado atrás en Mario y  Tiago, buscando en largo a Juanfran, gigante en ataque a pesar de algunas dudas en defensa al principio, llegó el tercero. El Atleti, una vez más, demostró ser un equipo valiente y poderos, de compromiso e intensidad pero también trabajadísimo, estructurado, con recursos ante todo tipo de planteamientos tácticos. Un equipazo, señores.

Tras un partido maravilloso, el Atleti está en la final de la Copa de Campeones 40 años después. Para ello ha eliminado, entre otros, a Oporto, Milan, Barcelona y Chelsea - que suman 15 Copas de Europa - y lo ha hecho con un equipo desahuciado hace no tantos meses. El equipo que ha armado Simeone mezcla el esfuerzo extremo de un comando de Gurkas, la fe ciega en la idea de juego y el estudio científico del rival desde el banquillo. Con un presupuesto mucho más modesto y una plantilla más corta, ha devuelto a un club centenario y admirable al lugar que muchos otros fueron incapaces de acercarse. Todo esto lo ha hecho partido a partido, involucrando  a la grada, convenciendo a los jugadores de que pueden hacer todo aquello que se propongan, dando una lección de fútbol, de deporte, de vida.

Estamos pues asistiendo a un momento histórico, y resulta que el protagonista es nuestro equipo. Nuestro equipo, el nuestro, el de nuestros padres y amigos, el que será de nuestros nietos, el equipo del que Simeone nos ha obligado a formar parte activa. El equipo de Luis y de Gárate, el de la final del 74, el de los derrapes y los días de alegría infinita. El equipo de las rayas rojiblancas, del Estadio Vicente Calderón, del ramo de flores de Pantic, el himno cantado a voz en grito cuando las cosas van bien, del himno cantado a voz en grito cuando las cosas van mal.

Disfrutemos el momento, pero eso sí, sin perder de vista lo que nos ha traído hasta aquí: partido a partido, el domingo a las 17.00, otra final.

Que suerte tenemos, señores, qué suerte tenemos.