jueves, 29 de agosto de 2013

Patillas, torrijas y antibióticos


En tarde tormentosa y veraniega, de esas de final de agosto en Madrid de toda la vida, uno vuelve a casa del trabajo, hace la compra, sube a su casa, se cambia de ropa para ponerse incomodísimo (que es lo que mandan los cánones para estar en el salón), descongela una bolsita de guisantes, saltea un poco de cebolla y taquitos de jamón y echa sal y pimienta blanca, corta también un poquito de queso de Mahón. Lo pone todo en platos llanos, pone una mesa, se sienta, se sirve un tinto de verano con poco tinto y mucha casera y hielo en un vaso de cristal fino que coja pronto el frío. Se remanga, se relame, se lo come todo sin apreciar lo más mínimo y completa así el proceso mixto de semi-merienda-cena, híbrido popular ya desde antes de esta época mixta e indefinida de semitemplados, gallifantes y mediapuntas. Recoge uno los platos, los mete en el lavavajillas, se pregunta si eso que está en el lavavajillas está sucio o está limpio, ya no me acuerdo, ¿a ver? esto parece limpio, esto parece limpio, esto parece limpio también, ah, esta taza está sucia, ergo todo el resto también está sucio y hay que lavarlo todo-todito. Ajajá, la lógica y el lavavajillas funcionan bien juntos, ya lo saben bien las amas de casa y los solteros con vajilla y poca memoria, que aplican este método científico elevable a dogma médico-investigativo: hay que hacer siempre un número significativo de pruebas para llegar a una conclusión válida. Una conclusión precipitada puede llevar a pensar erróneamente que todo un lavavajillas está limpio sólo porque una copa, la primera, parecía limpia, o porque un plato llano, el segundo, parecía limpio, o porque un recio vaso de duralex color caramelo que lleva en casa desde antes de la tele de tubo en color esa que trajo el abuelo cuando le tocó la quiniela, esa marca Thompson que al encenderse hacía un ruido así p-shoumm, el tercero, parecían limpios. De igual manera no se puede concluir que un medicamento es la solución para los problemas de garganta y la ronquera crónica sólo porque el primero que lo tomó reaccionó al poco tiempo cantando con voz aflautada el himno argentino justo cuando empezaba un partido de los Pumas. Los científicos e investigadores, en su inmensa mayoría, viven solos y tienen un lavavajillas y es por eso que son tan rigurosos en sus pruebas y estudios, no  porque apliquen métodos sesudos enunciados por Newton y confirmados por Boyle y Mariotte, esa parejita que uno siempre se ha imaginado muy enamorada, llevando inmaculadas batas blancas de investigador y desayunando juntos con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. El lavavajillas ha hecho mucho por la Humanidad, y no sólo por las pilas de fregadero, ahora ya lo saben Vds, ya era hora, oiga.

Recogida la cocina, (a dónde vas, pastorcillo), se sienta uno en el sofá, coge el mando a distancia, pasa un canal, pasa otro canal, pasa otro, otro, otro y así hasta llegar al final del dial y vuelta a empezar, hasta que le atrapa la modorra veraniega y el fresquito que entra por la ventana le invita a acurrucarse y hacerse un ovillo en la esquina del sofá e ir bajando el volumen de la tele para irse durmiendo poco a poco con la suave banda sonora del documental sobre hienas sanguinarias devora-crías en el que el mando a distancia paró de dar saltos de flor en flor. Y cuando la modorra se ha convertido en amago de primer sueño placentero, cuando uno ha cogido la postura y el fresquito es el justo y el volumen lo suficientemente bajo para permitir dormir pero lo suficientemente alto para hacer un poquito de compañía, va y empieza el fútbol.

A las once de la noche empieza el fútbol, a las once ni más ni menos, oiga.

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Salió al Atleti al Nou Camp vestido con pantalón rojo y esto ya no lo entiende ni el inventor de la salsa mayonesa, amigo de la familia. Quizás en venganza cromática por el uniformito que trajo el Barça en su visita al Calderón, el Atleti salió con pantalón rojo para molestar y lo peor es que ya ni nos sorprende; de hecho, lo que empieza a sorprender es ver al Atleti vestido de Atleti fuera de casa. El pantalón rojo, empero, no impidió que sí reconociéramos una vez más al Atleti de otros tiempos, el de camiseta de algodón con cuello redondo, pantalón azul cortito y medias de lana rojas con vuelta blanca, de esas que en campo embarrado cogían un par de kilos de agua y tierra para lastrar a los jugadores. Porque el Atleti que salió al Nou Camp sí fue el Atleti que recordábamos de la época del colegio, el Atleti del año pasado que armó Simeone, el Atleti de siempre que, ya podemos confirmarlo, está aquí y aquí va a seguir un tiempo mientras el Cholo esté al frente y su idea siga calando tan honda como cala ahora en la plantilla.

El Atleti campeón de Copa jugaba una final contra este Barcelona exquisito que tanto hemos visto y admirado, que tanto nos ha maravillado en los últimos años. El Atleti se enfrentaba al brillante y repeinado campeón de Liga y lo hacía con un equipo más limitado en lo técnico, menos piropeado en lo mediático y menos atractivo en lo estético. Bueno, ¿y?, dijo el Atleti de Simeone a todo esto; con esa actitud de a-mi-plín-vuestro-oropel jugó todo el partido. Poco le importó al Atleti que enfrente estuvieran los primeros espadas de la mejor escuela de esgrima (por más que el mejor empezara en el banquillo), los floretes más ágiles, los juegos de piernas más rápidos. Contra armaduras florentinas decoradas con flores de lis el Atleti salió con coraza negra de forja de establo. Contra espadas toledanas de empuñadura damasquinada salió el Atleti con picos, palas y azadones, como ya hicieran hace unos siglos otros tipos comandados por un Gran Capitán. Contra postres nitrogenados y crujientes de pétalo de margarita el Atleti presentó un potaje de vigilia y unas torrijas de leche. El resultado ya lo conocen: empate y gracias (que debieran dar los del florete), y un chute de autoestima para los amantes del potaje, entre los que se encuentra el que suscribe y su linaje (NB: nótese, por cierto, el apropiado ripio cuaresmal).

El Atleti empezó más atrás de lo normal y con Villa sólo por delante de los medios, con Diego Costa echado al costado, como ya hiciera en la ida. El partido pareció estar planteado por fases: primero empezamos aguantando el chaparrón; cuando éste pase, que pasará, intentaremos salir a la contra. Si en el segundo tiempo no hemos marcado, adelantaremos líneas de presión. Si aun así no hemos marcado y no nos han marcado, que no deberían, buscaremos el gol como podamos en los últimos minutos, el que pueda y tenga fuelle que corra, el resto iremos detrás hasta que sudemos sangre. Nada parece casual en este equipo de Simeone, trabajado y consciente de lo que hace, en el que todos los miembros reman juntos y anteponen el grupo al individuo. ¿Todos? Sí, todos, por más que podría pedirse más presencia a Mario dado que juega en un sitio vital, y más participación de Villa. Sólo Villa, aislado por delante de las dos líneas defensivas, parece no haber asimilado el sistema y el espíritu aún. En su descargo, señalar la incomodidad de su posición y lo ingrato de su misión, solo, poco arropado al hacer la primera presión (algo por cierto difícilmente evaluable cuando el partido se ve en televisión y no en el campo), algo perdido aun posiblemente por haber llegado al equipo hace poco tiempo. Aún así, hizo un tiro excelente que, de no ser por la también excelente parada de Víctor Valdés, habría sido el gol que diera el título. Poco a poco.

El equipo parece fiarse al 100% de la idea que viene del banquillo y así lo demuestra en el campo: todo el mundo sabe lo que tiene que hacer en cada momento y todo el mundo tiene plena confianza en que el resto de compañeros también lo hará, sin dudar y sin pensar.  El Atleti puede que no funcione como una delicada orquesta de cámara barroca, pero sí lo hace como un grupo experimentado de rhythm’n’blues: serio, sólido, de esos que suenan juntos y emiten un cañón de sonido despachando más que dignamente clásicos respetables. Cuando el Atleti plantea inicialmente el partido a aguantar - normalmente ante los rivales a los que considera mejores - el equipo funciona como un regimiento de caballería pesada, sin cargas rápidas que busquen hacer agujeritos fugaces en el entramado del equipo contrario sino haciendo recular la línea rival por lo machacón de su trabajo, por lo activo de su grupo, por lo compacto de las líneas que van ganando terreno poco a poco, al mismo tiempo que el rival va perdiendo fuelle, brillo y fe en su audaz estilo pugilístico de picadura y baile de pies. Ganado el pulso y el territorio, pero sólo entonces, el equipo sí se permite salir tocando y corriendo, buscando a Arda en la salida y a Diego Costa en la carrera desbocada.

Cuanto más calidad tiene el rival y mejor plantado está, más tarda esto en producirse. Ayer, al final del primer tiempo, el Atleti llegó combinando a la portería rival y Víctor Valdés salvó a su equipo con una parada excelente a tiro de Arda. Por aquel entonces el Barcelona y su grada, que había visto cómo su brillante equipo estaba especialmente incómodo, sabían que lo que había enfrente era una máquina más sofisticada que el bulldozer feote que aparentó ser en los primeros compases. Así, en ningún momento fue el Barça el equipo deslumbrante de otros partidos. Ni un detalle para la galería, ni una filigrana, ni un tiro a puerta tras asombrosa combinación de cinco jugadores, como acostumbran. El Barcelona, equipo de orfebres capaces de los damasquinados más complicados – uno de ellos, que juega por la derecha, con mentalidad roedora -, ayer se limitó a dar capa sobre capa de barniz. Intentaba e intentaba hacer algo pero enfrente había un equipo verdadero, un entramado de compañeros que se ayudan de dos en dos y de tres en tres para crear superioridades defensivas cuando el balón lo tiene un rival, que sale jugando por el lado de Arda y que tiene delante argumentos para preocupar a cualquiera.

El aficionado barcelonista apelará en este punto a la excesiva agresividad del Atleti, a las muchísimas faltas cometidas, a los detalles feos de Godín. Quizás tenga una parte de razón, quizás el Atleti jugó fuerte y alguna vez al límite. Pero quizás el Barça, como el fútbol español en general, se haya convertido en un grupo algo blandengue y sensiblón, excesivamente vulnerable por excesivamente protegido, como esos niños chicos a los que por todo se le da un antibiótico y luego, cuando llega una gripe pequeñita y con pantalones cortos, una gripe alevín y con pecas, no tienen mecanismos de defensa propios por culpa de la vagancia y excesiva dependencia externa de sus glóbulos blancos, glóbulos blancos perezosos y ruines, malcriados y consentidos. Glóbulos rastreros de color blanco: al final, el problema es siempre el mismo.

Nada puede justificar el pisotón de Godín, feo, mezquino y digno de algunos de los jugadores que Vds tienen en mente ahora mismo, pero de ahí a hacer girar el análisis del partido en torno a la dureza del Atleti va un mundo difícil de justificar. En opinión del que suscribe el Atleti fue mejor y lo fue gracias a la intensidad, sí, pero también a la inteligencia de conocer sus propios límites, a la disciplina y la fe ciega en la idea y los compañeros y al convencimiento de que para ganar hay que competir y para ello no se puede contar con la ayuda de nadie que no sea uno mismo. El Barça, equipo de leyenda con algunos de los mejores jugadores que uno ha visto en su vida (entre los que no se encuentra Neymar, al que aún no hemos tenido ocasión de ver del todo), no pudo con un equipo más limitado pero más comprometido, menos brillante pero más generoso, más disciplinado y sacrificado.

El Barça, no lo olvidemos, jugó contra un equipo de fútbol, no contra los Yacuza, no contra Falconetti, Darth Vader y Pierre Nodoyuna, sólo contra un equipo. Únicamente Mascherano, debilidad del que suscribe, hizo un partido a la altura del Barça grande de las estrellas. Precisamente Mascherano, jugador duro y admirable, serio, poco dado a la filigrana y el aspaviento (y eso que hizo una caída teatral tras toquecito de Gabi) fue el que mantuvo el tipo y entró a la pelea, el que cortó todo lo cortable atrás, el que aparecía por un lado, por el otro, ojo que ahí está Mascherano, ojo que ahí también está, y ahí, y ahí, pero bueno ¿cuántos Mascheranos hay?, no lo sé, oiga, yo he ido a la cocina a por cerveza y estaba en la nevera Mascherano con el abridor, a mí me ha pasado lo mismo pero en mi caso ha salido del maletero del coche, eso sí, con el reglamentario chaleco reflectante. Aun así, uno acepta que en esto de la valoración de la dureza influye quizás el color del corazón de cada uno, ya lo sabemos, y de igual manera que aquel Sevilla victorioso y temible nos parecía a muchos un equipo excesivamente acelerado y antipático, a sus seguidores, también a los más cabales (que los hay y son muchísimos) no les parecía más que un equipo comprometido y fiel a una idea y una misión. Sea como fuere y guste o no guste en estos tiempos de fútbol sobreprotegido y teatral el Atleti de verdad está históricamente más cerca del Atleti que ayer jugó en el Nou Camp que de los equipos de fútbol-mariposa que ahora parecen ser los únicos apreciados. Así son las cosas, oiga. El propio Mascherano, en la entrevista final, recalcó lo duro del rival, lo difícil del partido, la mano de Simeone y el reencuentro del Atleti con su historia: cuando el central del equipo rival entiende mejor a un club que su propio presidente, mala señal.

El Barcelona ganó un título tras dos empates en dos partidos en los que no fue mejor. El Atleti no hizo menos méritos para merecer una Copa que no se trajo a casa. El Atleti compitió, sí, pero no lo hizo para salvar la cara y justificarse ante la afición, lo hizo para ganar el trofeo y, como no lo consiguió, se le quedó la cara de póker y la rabia de haber podido ganar un título merecido. En vez de respirar aliviado y mirar a la grada y decir no pudimos hacer más, que pase el siguiente, el Atleti corrió a mirar el calendario, ¿cuándo jugamos con esta gente otra vez? esta vez no se nos escapan, en la Liga nos vemos, afilen sus floretes que les esperamos con nuestras hachas.

Si algo quedó claro ayer, es que el Atleti ya no es ese equipo simpático e inofensivo que llegaba año tras año al Nou Camp a intentarlo para luego siempre acabar perdiendo gracias a un fallo garrafal de un portero, a un error cómico de un central, a una fatalidad rushmoreña. Tampoco es, por más que nos intentarán convencer, el Granada de Montero Castillo y Aguirre Suárez ni el Estudiantes de la Plata del que venía éste. Aunque no muy lejanos, nos resultan ya vagamente familiares los oscuros tiempos en los que al Atleti se le identificaba con Torrente, Imperioso y Gonzalo Miró, con jacuzzis rodeados de mulatas en bikini y jugadores uruguayos cayendo de culo en la presentación. El Atleti vuelve a oler fuertemente a Atleti antiguo, a ese equipo intratable que hacía cundir el pánico en los campos más duros y a las aficiones más leales. No imaginamos al Cholo permitiendo una cabalgata pre-partido como aquella de los de “Sensación de Vivir”, si acaso un desfile de la Guardia de la Noche o de tropas de la Casa Stark en riguroso silencio. Si Roberto Verino, flamante responsable de vestir al club cuando va de gira, hubiera sido realmente del Atleti quizás hubiera aprovechado la ocasión para vestir al equipo con trajes entallados de solapas grandes, pantalón de campana, camisa ajustada con grandes cuellos de pico y corbata ancha. Habría hecho obligatorio la media melena como mínimo o el pelo rizado de Panadero Díaz y la patilla poblada al estilo Ayala. Miranda debería llevar collar de cuentas verdes, a Villa se le prohibiría esa crestita engominada y se le exigiría un bigotón como Dios manda. Arda Turán podría ir como le da la gana que ya de por sí parece de ese equipo legendario y lo mismo podría decirse del Mono Burgos y su anorak en pleno agosto.


El Cholo ha traído de vuelta al Atleti y éste parece dispuesto a quedarse. Tiemblen pues los débiles de espíritu, los niños pasados de antibiótico, los espadachines de blusa vaporosa y los mismísimos cimientos de la Liga de los Dos Ricos.