domingo, 9 de junio de 2013

Veinticinco años de socio, o The Village Green Preservation Society

Hace unos días, un par de semanas quizás, llegó al domicilio del que suscribe una carta del Club Atlético de Madrid, también llamado el Cluz por según quién, también llamado la Marca cuando se trata de justificar balances o de explicar desmanes, llamado sobre todo Mi Atleti por esa buena parte de la población mundial que dedica un mínimo de dos horas al día, seis los domingos, a pensar en las rayas rojiblancas; una carta del Atleti, vaya, ya me entienden Vds.

En la carta se convocaba al que suscribe a un acto para imponerle la insignia de plata del Club tras 25 años siendo socio del Atleti sin interrupción. Veinticinco años suena largo, pero no son tantos, la verdad: uno es del Atleti desde hace muchísimo más tiempo y va al campo desde casi siempre, y sólo se hizo socio (o más bien le ayudaron sus padres a serlo) cuando dejó de poder entrar al campo con la entrada infantil de cien pesetas que vendían en la planta de deportes del Corte Inglés de Goya, que permitía acompañar a un adulto al campo y sentarse con él (cuando había suerte y le llevaba un primo, la familia de un compañero de colegio o algún vecino). Si no había adulto de guardia – y siempre que uno fuera un poco mayor y contara con el permiso paterno para ir solo al estadio en el Circular – la entrada permitía sentarse con otros niños preadolescentes tras las porterías, en bancos de cemento, cerca de los corners que hay entre grada y tribuna, donde el estadio queda abierto. En esas esquinas nos juntábamos los niños ya casi mayores que íbamos solos y veíamos todos juntos el calentamiento, esperando a que se acercara Votava. Votava se acercaba y nos miraba y sonreía y nosotros le correspondíamos pensando que no había mejor extranjero en la liga, pensando que para qué queríamos estrellas de relumbrón teniendo a ese tipo honrado y con bigote en ese equipo de tipos honrados y con bigote, nuestros ídolos de chicos sin ser los mejores ni los más mediáticos ni los más guapos pero sí los nuestros, los nuestros, que era lo que importaba, qué otra cosa puede importar, oiga.

El Club convocaba a algunos de nosotros para agradecerle la fidelidad, y a uno casi le da vergüenza llevar 25 años de socio y que le recompensen por ello. La vergüenza no viene por llevar 25 años pagando abonos desde Madrid o el extranjero, muchas veces con dudas y otras con rabia, sintiéndose a veces engañado y otras ninguneado, pensando a veces que ese abono fue la mejor inversión de su vida y otras que en mala hora se le ocurrió renovar; no, la vergüenza no viene por eso, no. Vergüenza le da a uno llevar sólo 25 años de socio y no llevar siéndolo desde que nació, como algunos afortunados. Vergüenza le da a uno ir a recoger una insignia mientras otros tan atléticos o más que uno no la reciben, sólo porque se quitaron un año al no tener un duro, o porque se le pasó el plazo, o porque sencillamente pensaron que ya estaba bien de timos, que abonarse era un ejercicio de complicidad con un virus destructivo que anida en el palco y que se vale de la pasión que levanta este equipo bendito para hacer fechorías a sabiendas que la grada, cautiva y desarmada, volverá a renovar a final de temporada sus abonos pase lo que pase porque, sencillamente, no entiende la vida sin ir cada quince días a ver a los suyos.

Llegó la carta a casa y piensa que habría estado bien que la carta, en vez de un cartero con un carrito de la compra amarillo como el que llevan ahora los de Correos, la hubiera traído el cobrador del abono que hace 25, 20 años traía el recibo a casa a finales de verano y llamaba al timbre y decía hola buenos días, vengo a cobrar el recibo del Atleti como todos los años. El cobrador venía año tras año y mientras él envejecía poco a poco nosotros nos íbamos haciendo hombrecitos y cuando nuestra madre - que había abierto la puerta y preguntaba cuánto era la broma - nos llamaba para que saludáramos al cobrador,  éste nos decía pero hombre, cómo estás, hay que ver lo que ha crecido este niño, está ya para jugar en el primer equipo casi, porque tú juegas ¿verdad? de qué juegas majo, de extremo, mira qué bien, zurdo o diestro ¿diestro? lástima, zurdos hay menos y suelen ser muy finos, bueno señora, muchas gracias, hasta la próxima; hala chaval, a disfrutar del abono, este año ganamos la liga fijo, buenos días, Aupa Atleti, suerte en la vida, chaval.

Si la carta de los 25 años de socio nos la llega a traer el cobrador de nuestra infancia no le habríamos reconocido por lo mayor, probablemente, y él no habría encontrado ni rastro de esos chavales que esperaban su llegada con la misma ilusión que el cumpleaños y que pasaban luego la tarde entera intentando entender el sistema de pliegues troquelados de la hoja de cuponcitos que venía dentro de la carpetilla de plástico del abono, roja, blanca y roja como un paquete de Winston. El sistema de pliegues, que era un mecanismo complejísimo sólo comprensible para la élite de los ingenieros de la NASA, suponía todo un desafío papirofléxico cuando había que cambiar de columna y pasar a otros cupones siguiendo las instrucciones impresas, empresa casi imposible que solía terminar en trampa, en un pliegue ilícito entre dos líneas troqueladas. El doblez-trampa no era sólo un fracaso personal y una constatación de la torpeza mental del doblador, sino también algo inmoral que el resto de niños compañeros de abono denunciaban si llegaban a saberlo como si fuera una muestra grave de falta de ética, de deslealtad y de madridismo; el pliegue ilegal demostraba que uno era capaz de saltarse las normas con tal de mostrar a los demás un éxito falso, sólo aparente y podrido en su interior profundo. El cobrador, decíamos, en vez de ese niño atormentado por su incapacidad de doblar la hoja para que los cupones 12 a 16 quedaran en su sitio, habría encontrado a un cuarentón con gafas y aspecto de oficinista extrañado al ver una cara que le resultaba familiar pero sin saber de qué, y habría necesitado explicar quién era. Probablemente, al final del encuentro, al cobrador anciano y al niño cuarentón se les habrían saltado las lágrimas al despedirse y se habrían dado un abrazo y habrían compartido otra vez un este año pinta bien y un ¿sigues jugando, chaval? yo sí, un par de veces por semana, pero ya no soy extremo, ya no tengo velocidad, sólo colocación y, por supuesto, un tú eras diestro, ¿verdad? lástima, zurdos hay menos y suelen ser muy finos, Aúpa Atleti, suerte en la vida, chaval.

Llegó la carta a casa y uno no sabía bien qué hacer, si ir a recoger lo ganado con algo que no cuesta ningún esfuerzo más que la paciencia de ver jugar a patos, pollos y otras aves zancudas y volver al campo al fin de semana siguiente, o bien renunciar a formar parte de una ceremonia en la que estaría la nociva directiva responsable de la edad más oscura del Club, el período cavernario del que parece salir el equipo estos días de la mano del Cholo Simeone, Mesías de corbata fina y genio de mil demonios. ¿Está bien ir? ¿Es coherente no ir? Como tantas cosas en el Atleti, uno pone a prueba sus convicciones, lo que le pide el cuerpo, lo que marca la coherencia con su discurso pasado. La pregunta se lanzó en Twitter desde la cuenta de este blog, buscando el sabio consejo de los cuatro gatos que la siguen: ¿Qué hacer en esta situación? Las respuestas fueron varias y ricas: hay quien dijo que lo suyo era no ir para no hacer el caldo gordo al palco, hay quien sugirió hacer lo que al ministro Wert y no dar la mano ni al apuntador, hay quien sugirió llevar en el ojal de la chaqueta una flor de esas que echan agua para remojar al presidente en caso de que fuera éste el que  impusiera la insignia y hubo hasta quien sugirió la inmolación, acudir con cinturón de explosivos y detonar la carga llevándose por delante al equipo directivo del Club al grito de “Arteche Es Grande”, quizás añadiendo metralla de confeti rojiblanco que inundase el aire los alegres colores de las rayas del escudo tras la deflagración. Al final se optó, como uno intenta casi siempre, por el difícil punto medio: ir a recoger la insignia con corbata verde y oro, en señal de protesta discreta y pequeño-burguesa. Para sorpresa del que suscribe, el hecho no pasó desapercibido y fueron bastantes los que preguntaron si era algo casual o si era deliberado llevar esos colores en día tan señalado. 

Llegada la hora marcada, uno se encontró con una multitud. Uno esperaba un acto discreto y casi en familia, en un cuartito del estadio, sin mucho boato ni pompa. Nada de eso: el acto era en el césped del estadio y en el centro de éste había un escenario y, frente a él, 529 sillas para acomodar a los 529 socios pacientes, desde el mil setecientos y pico (y, por tanto, con más de 25 años de antigüedad en el Club) hasta el tres mil quinientos o seiscientos de número de socio. Los amigos y familiares se situarían en la grada, los homenajeados en el sagrado verde, y en el escenario, al ritmo marcado por el conductor del acto, irían subiendo primero cadetes y juveniles a cual más grandote llevando los 9 títulos conseguidos en los 25 años de abono (una sola liga, el único pero a un palmarés más que envidiable).  Puestas las copas en su sitio tras la correspondiente ovación a cada una, con especial entusiasmo la para la Copa del Rey de este año, se proyectó un vídeo de sorprendente selección musical (My Generation de los Who y Highway to Hell de AC/DC, grupo este último que cada vez más frecuentemente se asocia al Calderón y su hinchada, algo que parece muy adecuado al que suscribe) y subieron al escenario veteranos del equipo de fútbol, JJ Hombrados y el presidente del Club, protagonista del momento humorístico del evento. Leyendas como Pereira, Collar o Pantic, grandes jugadores de Club como Ovejero, Quique Ramos, Tomás, Rubio, Manolo, Solozábal, Alfredo, Roberto Fresnedoso y uno de los más ovacionados, D. Lázaro Albarracín.

Los socios serían llamados en grupos de 14 para recibir de manos de los ocupantes del escenario la insignia conmemorativa. Veteranos y directivos formaban una fila frente a la que se colocaban un número igual de socios, de forma que aquél que le tocara a uno enfrente, le entregaría la insignia. Esto produjo un intenso debate entre los socios: entonces, según te subas, te puede tocar Pereira o Cerezo; hombre, no es lo mismo, ¿no? no es justo esto. Los preferidos eran Pereira y Pantic, el menos cotizado, Cerezo; entre los demás, interés desigual según el protagonista. La obvia diferencia provocó una animada negociación entre los homenajeados ¿Alguien me cambia si me toca Cerezo? Ofrezco una vespa en buen estado, se oía por la izquierda; yo subo a Ford Fiesta Ghía azul marino, decía otro. Quince días en apartamento en Fuengirola y una cubertería sin usar; yo doy dos cajas de vino y una camiseta firmada por Simeone. Si me toca Cerezo no respondo, mejor para todos que alguien me cambie o vamos a morir todos; no se ponga así, oiga, ya encontraremos a alguien, sobre todo no se me altere Vd.

Llamaron a los socios en grupos de 14 y ahí empezó el acto a cobrar sentido de verdad. Los veteranos repartían insignias y daban la mano y sonreían a los socios, y Quique Ramos dijo al que suscribe “qué 25 años más buenos nos habéis dado, gracias”. Entre los grupos de gente que iba subiendo, alguna cara conocida incluso en su anonimato: anda, con ese fui yo al colegio, caramba, a ese señor de las gafas le di yo un abrazo en Hamburgo, ese de ahí es un experto bailarín de fox-trot, le he visto ganar varios campeonatos regionales. Poco a poco iba desfilando gente y uno, poco a poco se iba dando cuenta de que lo que por ahí pasaba no era una fría lista de números antiguos sino que lo que subía era el Atleti mismo, ese ser inmaterial que todo lo impregna y que, en el fondo, no es sino la masa de gente que paga un abono, que quizás no sea socia del Club pero una devota seguidora, que sigue al equipo allí donde va. La afición, la que no cambia, la que permanece año tras año viendo como sí cambian jugadores, entrenadores y diseño de la camiseta y cómo no cambia tanto el palco, hecho que convierte en doblemente meritoria la perseverancia. Subieron muchos cuarentones y pocas mujeres, algo que estamos seguros que cambiará en la siguiente entrega, vista la enorme afluencia femenina al Calderón. Subieron señores con gafas y prestigiosos miembros de la Resistencia, con los que fue un honor compartir acto; subieron hermanos recogiendo insignias de otros hermanos y padres con sus hijitos en brazos; subieron oficinistas, heavis, hosteleros, zurdos, tiquismiquis y biólogos marinos; subieron compañeros de grada y tipos a los que nunca habíamos visto antes, y subieron, destacando entre todos, un socio en silla de ruedas, una socia de 26 años abonada desde el día en que nació y una señora mayor, ayudada por su nieta, quizás el símbolo más bonito de esta afición centenaria con espíritu juvenil y ganas de celebrar goles con lágrimas de niño chico.

El acto, emotivo y bien organizado, sobrio y mucho más elegante de lo esperado, tuvo empero un leve toque de la directiva. Durante la entrega de insignias la banda sonora fue mutando hacia un estilo piano-bar que sugería la mano de Cerezo, influencia confirmada cuando de los grandes éxitos de los Beatles en versión hilo musical se pasó a lo más destacado del repertorio de Kenny G. Estos malos presagios se materializaron cuando tomó la palabra Cerezo, que desplegó todo su repertorio léxico: Cerezo habló del Cluz, habló de la Europas Lik, habló de lo bonito que son estos aztos, habló del gran honer, con e, que suponía este, de nuevo, emotivo azto. Poco duró la intervención de Cerezo y el cielo lo agradeció alejando una nube negra que venía asomándose por el fondo Norte desde que empezó el parlamento del conocido cómico de pelazo cano.

Acabó el acto y los familiares de los homenajeados tomaron el césped del Calderón y procedieron a dar cuenta de un catering estupendo que el Club había preparado. Bajaron los niños a correr por el Calderón y los padres se hicieron fotos en el banquillo, con las copas, con los amigos frente a fondos y tribunas. La afición bajó al campo y vio su sitio de siempre en la grada pero desde abajo, como lo ven los jugadores. La afición charló con Pereira, Quique y Rubio, se abrazó con los que reconocía y charló con los que nunca antes había estado. En fin, una parte chiquitita de la afición se dio un homenaje que debería ser para todos los que sienten dentro las rayas rojiblancas en un año para recordar, y todo gracias a un acto (que no azto) mucho mejor organizado y bonito de lo que uno podía esperar.

En este año en el que el Atleti parece haber recobrado la conciencia de lo que era el Atleti, parte de la afición veterana recibió una insignia que debería pesar bastante más que los pocos gramos de plata de ley que diría una balanza. El Atleti, de la mano del Cholo, vuelve a ser el Atleti y el Cholo necesita la ayuda de la grada que conoció aquellos días buenos a los que se parece el presente. La grada, y aún más los más veteranos, tiene la obligación de elevar el nivel de exigencia, de no aceptar lo inaceptable, de mostrar compromiso sin mostrar resignación, de recobrar en la grada los valores que se están recuperando desde el banquillo, de ayudar a que el Atleti sea el equipo gigante que el viernes 7 de junio de 2013, representado por 529 socios con muchas muescas en el revolver, subió a recoger una insignia de plata.

Nota: Poco antes de que el Atleti ganara esa liga del 70 en la que Luis y Gárate fueron los mejores goleadores del campeonato, cuando nacían muchos de los que recogieron insignias de plata en el Calderón, Ray Davies escribió algo que podría valer para ilustrar la misión que nos queda por delante.

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