lunes, 10 de diciembre de 2012

Cinco. Y de cinco, uno


Cinco goles marcó Falcao en un partido, cinco goles, ni más ni menos, y ahí estuvimos para verlo y para coger una pulmonía de tiro cruzado, una pulmonía en carrera, una pulmonía en plancha, una pulmonía de esas que merecen la pena.

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Cinco goles metió Falcao al Deportivo de la Coruña. Cinco. Hasta ahora, parece que sólo Vavá había metido cinco goles con el Atleti en liga, sólo Vavá. Vavá, que ganó dos Mundiales con el Brasil de Garrincha y Pelé,  marcando en las dos finales. Vavá, que estuvo en el Atleti del 58 al 61, según dice la Wikipedia, y que murió en 2002 sin que el Club organizara un minuto de silencio, si uno no recuerda mal.

Cinco golitos metió Falcao como cinco golitos tuvo la loba, cinco golitos detrás de una escoba. Cómo puede una loba madre parir cinco retoños detrás de una escoba es algo que escapa a las más preclaras mentes de la zoología y la biología y aún así se le enseña a los niños sin escolarizar y éstos lo entienden a la primera y no le dan mucha importancia. Cómo consigue un jugador meter cinco goles en un partido es algo que escapa a las entendederas de casi cualquiera que haya jugado un poco al fútbol, y aún así Falcao lo hace con naturalidad, sin darse importancia, sin alharacas, sin adornarse. Para Falcao es tan sencillo meter goles como para la loba parir tras la escoba, tan sencillo como para los niños asumir que tras el alumbramiento misterioso no hay más que cinco lobitos delgados como el palo de una escoba y con propiedades miméticas ante, como única muestra de asombro, no hay que hacer documentales ni llamar a un veterinario, sino que basta con mover las manos abiertas, las manos abiertas y con guantes que Falcao abre cuando mete uno, dos, tres, cuatro, cinco golitos.
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Dejando de lado la mala educación o el despiste del Club, que ya es algo común (aunque mitigado desde que llegó el actual equipo de comunicación, más pendiente de estas cosas), la noticia del día es que Falcao metió cinco goles en el Calderón él solito y en un mismo partido. Los cinco goles eclipsaron el partido de Diego Costa, que esta vez se dedicó a jugar en vez de innovar sobre la forma en hacer llegar escupitajos a la cara de los rivales, jugó bien y metió un gol. Eclipsó el buen partido de Koke y el flojo partido de Mario, el impreciso partido de Arda y el buen partido de Godín, ayer más agresivo y adelantado a la hora de defender y más confiado a la hora de irse hacia el área contraria. Eclipsó también el generoso partido de Filipe Luis y las reflexiones sobre lo mucho que se echó de menos su presencia en el estadio del otro equipo grande de la capital, y el discreto partido de Juanfran, desentonado a ratos como casi todo el resto de liga. Eclipsó la vuelta de Valerón, que casi mete un gol de cabeza a pesar andar de lado a lado del campo sin ya mucho sprint que ofrecer, y al que algunos científicos contrastados insultaron durante el partido, consiguiendo ya de paso que al retirarse fuera ovacionado por la grada, como no podía ser de otra manera.

Falcao eclipsó pues todo lo eclipsable y más, incluyendo la segunda plaza del Atleti, el próximo partido contra el líder y la diferencia de puntos contra los rivales por el segundo, tercer y cuarto puesto. Eclipsó también la victoria de Juan Manuel "Dinamita" Márquez  sobre Manny Pacquiao y la más que posible candidatura del Mono Burgos a disputar el mundial al mexicano en la categoría "arrancamiento de cabeza portuguesa por guantá con la mano abierta". Eclipsó, en fin, dos o tres fenómenos astronómicos infrecuentes, varios satélites de comunicaciones, el frío de la noche a la vera del Manzanares, la abundancia de camisetas del Depor en las gradas (que tanto nos alegra) y la festividad de Santa Leocadia de Toledo, Mártir, santa toledana a la que profesaba gran admiración el rey godo Sisebuto, autor del Astronomicón, poema en hexámetros latinos sobre, precisamente, los eclipses. Qué cosas tiene la astronomía, oiga.

Falcao marcó un gol, el primero, tras pase en profundidad, entrando por la derecha del área y cruzando el balón, que pasó bajo la mano del portero. El segundo, de tiro portentoso y sorprendente desde fuera del área, dejando correr la bola y sin pensárselo: tan portentoso y sorprendente fue que en el campo casi ni lo vimos, sólo vimos la parábola del balón que entraba, no tuvimos tiempo de ver cómo lo había hecho. Uy, a ver, cuidado, ¡gol! ¿qué ha pasado, qué ha pasado?, gol, oiga, ha sido gol, sí, gol, sí, pero quién lo ha metido, ha sido el colombiano, oiga, el Tigre ha sido, Falcao ha sido, qué tío. El tercero lo metió de penalti bien tirado y el quinto, tras sentar a un rival y buscarse el tiro en la pierna derecha, buscando luego el palo corto cuando todo el mundo esperaba que cruzase al palo largo.

- Oiga, ¿y el cuarto? ¿el cuarto? ¿se olvida Vd el cuarto? ¿está Vd tonto?
- No me olvido, oiga.

Y es que el cuarto gol de Falcao, que no fue ni el más bonito ni el más importante ni el más llamativo, resultó ser el más asombroso de todos a ojos del que suscribe.

El cuarto gol fue propiedad de Falcao en menos porcentaje que los demás, y sin embargo fue el más de Falcao de todos. Gran parte del cuarto gol fue mérito de Arda y quizás, de no haberse producido, habría sido también error de Arda. Arda, que había jugado mal el derbi y había dejado a la hinchada fría y enfadada por esa mano absurda que acabó en gol con matrícula de Ciudad Real, quería agradar en su vuelta a casa. Lo intentó durante el partido contra el Depor, pero no estuvo del todo acertado. Falló algún pase cómodo en contraataque de libro, se lió en una banda haciendo cucamonas con el tacón y perdió algún balón de esos que él no acostumbra a perder. Arda, a quien la grada adora, tiene la virtud de caer bien con sus andares de ánade y su sonrisa en el momento menos esperado, pero puntualmente no está acertado. Arda, no obstante, no es un tarambana y sabía al saltar al Calderón que le debía una a la grada tras su mal partido contra los odiosos vecinos del Norte.

Arda, decíamos, lo intentó y lo intentó pero no le salieron las cosas como a él le hubiera gustado, a pesar de que el rival invitaba a lucirse. Y, en éstas, recibió un balón en profundidad tras toque sutil de Adrián, lo suficientemente lejos de la portería rival para permitirle colocarse bien el balón antes de que saliera el portero, lo suficientemente cerca para confiar en su sprint de patitas cortas de despertador, con la distancia suficiente para que el defensa no le alcanzara y obligara a parar el juego y regatear. Arda lo vio claro, tan claro como vio toda la grada que, a su derecha, detrás de los centrales que le perseguían, iba Falcao lanzado en busca de su cuarto gol con el ansia del que persigue el primero de su vida. La grada hubiera agradecido un pase de Arda para contribuir a la gloria de su compañero, como en aquél lance de Torres en la final de la Eurocopa. Pero Arda lo vio aún más claro que el resto, vio clarísima su oportunidad de reconciliación y ni miró a Falcao. Arda, que debía una a la grada, se metió en el área, se acomodó la bola con clase y tiró una vaselina fina, limpia, un baloncito destinado a entrar en la portería y terminar con los compañeros abrazándole y con Arda en medio, sonriente como Netol, sabiendo que había recuperado el cariño de todos.

Pero frente Arda estaba Aranzubía, que no es manco en estas cosas. Aranzubía intuyó las intenciones del turco y tiró un manotazo que dio en el balón. Miró Aranzubía al balón que subía en parábola, lo miró el turco y lo miraron los centrales, que ya empezaban a frenar sabiendo que mucho no podrían hacer ante el toquecito del rival. Miraron todos pero, más rápido y con más rabia que el resto miró Falcao. Falcao, que ya llevaba tres goles, pudo haber frenado, como los centrales, y esperar acontecimientos. De haber entrado el balón, le habría dado un abrazo a Arda y tan contentos todos. De haber fallado éste, podría haber mirado a la grada y haber hecho grandes aspavientos: a mííííí, Arda, a mííííí, turrrrcooo egoííííssstaaaa, ¿es que no ves que estoy en racha? ¿es que no ves que puedo hacer historia metiendo un cuarto gol? Falcao, que no es de reproches sino más bien lo contrario, también podría haberse parado, haber puesto cara de póker o haber mirado hacia otro lado, que para algo llevaba ya tres goles marcados y al pobre rival no se le veía mucha capacidad de reacción.

Pero Falcao, ya saben, no es así. Falcao, una vez lanzado a hacer gol, tiene claro que su misión en la vida es meter ese gol. Si huele gol, ya puede tirar su compañero a puerta, ya puede pararla el portero, ya puede caer un misil Scud en el punto de penalti o ya puede venir el Intercity Madrid - Ponferrada con paradas en Valladolid-Campo Grande, Palencia, Sahagún, León, Veguellina de Órbigo, Astorga, Vega-Magaz, Brañuelas, Torre del Bierzo, Bembibre, y San Miguel de las Dueñas, que él sigue a lo suyo. Falcao ha demostrado en todos los partidos, acertado o no, que trabaja más que el que más y que lo intenta mucho más que el resto, que corre más que los que tienen menos cartel que él y lo necesitan más, que suda más que los que tienen más cartel que él (que son cada vez menos) y no tienen por qué tomar riesgos ni pasar fatigas. Así que tiró Arda y se pararon todos, todos salvo Falcao, que ahí siguió por si las moscas. Falcao pareció ver antes que el resto que el balón que despejaba Aranzubía podría caer en situación de remate, y allá que se fue.

Falcao destaca desde su llegada al Atleti por esos saltos suicidas al remate, por una ausencia total de miedo, por jugarse los dientes y el tabique nasal ya sea en una final importantísima o en unos dieciseisavos de Copa contra un Tercera. También esta vez Falcao vio ocasión de meter un gol y no se lo pensó: no pensó en que podría llevarse una patada en la cara, como casi le ocurre, ni en que podría acabar con la cabeza estampada en el poste. No pensó en que ya había metido tres goles y que no necesitaba gestos de arrojo para ganarse a la grada que ya le idolatra. No pensó en su nariz, ni en la frente esa que le reventó de un pisotón un amable colega de profesión, ni en sus dientes ni en su ego. No pensó en que podría fallar, llevarse una patada y terminar enredado en la red de la portería, como un atún de almadraba. Falcao vio la ocasión de hacer su trabajo y no dudó ni un momento. Pegó un salto felino, superó por centímetros el pie de un central y remató a la red por cuarta vez con la rabia del que mete su primer gol tras cincuenta intentos fallidos. Falcao metió el cuarto gol, algo que sólo habíamos visto hacer recientemente a fenómenos como Baltazar, Vieri y Pantic, y lo hizo dejando la sensación de que, sin importarle si en el empeño se quedará sin nariz, sin dientes o sin futuro, si tiene que hacerlo lo hará sea cual sea el rival, sea cual sea el partido, sólo porque es su misión, lo que debe hacer, lo que de él esperamos.

Por eso el cuarto gol de Falcao, que no fue ni el más bonito ni el más importante ni el más llamativo, resultó ser el más asombroso de todos a ojos del que suscribe. Por eso para el que suscribe lo más asombroso de este tipo no es su puntería ni su mejora constante ni su repertorio cada vez más completo ni sus números históricos, ni siquiera sus modales exquisitos incluso cuando recibe palos por todas partes. Lo más asombroso de Falcao es, qué cosas, lo que tanto escasea en algunas zonas del estadio: la honradez. 

lunes, 3 de diciembre de 2012

Contradictorias reflexiones post-derbi y consejo práctico sobre pijamas




Primera contradicción: la mañana y la noche

Había entrenamiento por la mañana en el Calderón y aquello se puso de bote en bote, con la grada llena de niños embufandados y con padres con más cara de ilusión que los niños: primero, porque a esa hora no pensábamos que la cosa fuera a ir mal; segundo, porque a todo el mundo le gusta ir al Calderón y luego a tomar vermouth; y, tercero y más importante, porque los niños eran la excusa perfecta para ir al Calderón a decirle a los nuestros que en ellos confiábamos para, tras muchos años, quizás no ganar pero sí al menos disputar el derbi en condiciones normales.

Con la grada llena y los niños abrigados, los jugadores estiraron y estiraron y la afición cantó el nombre de todos y cada uno de los jugadores. Vimos entonces que Filipe Luis calentaba sólo con un preparador físico cerca del fondo Norte y sospechamos. Vimos también cómo los jugadores se despedían del entrenamiento aplaudiendo tímidamente a la grada, dando la vuelta y entrando al vestuario sin demasiada rabia. No se vieron abrazos entre ellos, ni puños apretados, ni ojos mirando a todos y cada uno de los veinte y pico mil colchoneros que habían ido a verles para tomar nota mental sobre de quién deberían acordarse luego, cuando tocase correr. Quizás los jugadores estaban sobrecogidos, quizás se vieron sobre-responsabilizados, desbordados, atenazados por los nervios y la cita, pero no nos dimos cuenta. Quizás no percibieron que lo que esperábamos de ellos era lucha y entrega y comportamiento de equipo, como vienen haciendo hasta ahora, y no la necesidad de ganar a cualquier precio y sin alternativa. En el momento no lo percibimos tampoco nosotros así, porque estábamos contentos y nos fuimos a los bares a tomar el aperitivo rojiblanco, aperitivo de día de derbi: un vermouth rojo, uno blanco, otro rojo, otro blanco, así hasta que el bar cierre o uno empiece a hablar de los grandes problemas de la Humanidad. En los bares la gente llevaba la bufanda del Atleti y comía croquetas y banderillas picantes y a esa hora todo el mundo estaba convencido de que el sábado el derbi, ganando, perdiendo o empatando, sería diferente a los derbis de otros años, sería un derbi antiguo, jugado de tú a tú, con ganas y rabia, con intensidad y ganas de ganar, con la personalidad que el Cholo ha devuelto al equipo en los últimos tiempos.

Pero llegó el partido y la cosa no fue la esperada por la mañana, en la grada soleada llena de niños. El Atleti jugó más o menos como suele, apretando arriba y con intensidad aunque con poco acierto, hasta el gol del rival, esto es, un ratito. Tras el gol llegó la timidez y la imprecisión, y tras ellas un rato de nada y tras la nada, el segundo gol. Luego pudieron llegar otros que al final no llegaron y el Atleti no tiró a puerta más, se fue a la ducha con cara de no ser el Atleti y con la sensación de haber pasado otro derbi, no ya en blanco, pero casi. No había tirado apenas a puerta, salvo un poco antes del primer gol, un remate de Falcao que el portero rival sacó con reflejos. Nada más. El Atleti dejó de morder tras el primer gol, como si no supiera que iba a recibir al menos uno, como si ir por detrás en el marcador fuera una losa de un peso insalvable, una maldición. El Atleti no fue el Atleti de otros partidos más comprometidos y difíciles, no fue el equipo dominador y voraz de Bucarest ni la máquina de precisión acelerada de Mónaco, fue un equipo sobrepasado, impreciso y sin peso, un equipete nada más, poca cosa, un equipo más perdiendo de nuevo un derbi contra un rival no deslumbrante, pero sí mejor.

El Atleti de la noche no fue el que habíamos imaginado por la mañana entre potitos y vermouths de dos colores, no fue el equipo motivado al que quisimos ir a ver por la mañana, no fue eso sino casi lo contrario. Qué contradicción, oiga.
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Segunda contradicción: el lateral izquierdo

Uno, que es tonto y con gafas, le tenía como tantos otros una manía importante a Filipe Luis. Desde estas mismas páginas nos referíamos a Filipe Luis como Filipe Luis Filipe, incapaces de recordar qué nombre iba primero y cuál segundo. Filipe Luis nos parecía un jugador flojo, poco involucrado, inseguro y con querencia a taparse bajo una manta y comer galletitas. Éste no vuelve de la lesión, decíamos graves, éste es un petardo importante, un sin sangre, un flojo. Froilán, le llamamos; María Ostiz, le llamamos. Éramos duros con Filipe Luis, casi crueles, éramos intransigentes y con gafas.

El sábado por la mañana Filipe Luis entrenó sólo, con un preparador físico, como si tuviera algún problema. Por la tarde nos enteramos de que no jugaría y nos llevamos un sofocón. Cata Díaz saldría en su puesto, dado que no hay recambio de garantías para el lateral izquierdo. A la postre, sin que fuera culpa del Cata, la ausencia de Filipe Luis fue importantísima. Sin él el Atleti perdió muchas bazas ofensivas, mucho del discurso rápido y punzante que sigue a las recuperaciones de balón en campo ajeno que gustan a Simeone. Cata Díaz, es normal, no subió por la banda y el Atleti quedó cojo en ataque. Cata Díaz falló en el segundo gol del rival pero tampoco se le podía pedir mucho más, siendo un jugador ya con años, fuera de su sitio, ya sin costumbre de jugar, exigido en su debut. Se echó pues muchísimo de menos a Filipe Luis, a aquél al que hacíamos cantares cada vez que dudaba, al criticado, al que no inspiraba confianza. Faltó Filipe Luis, salió un central y el equipo perdió equilibrio, contundencia y luz a la hora de irse a por el gol.

Salió un central con cara de ser de los malos de El Último Mohicano y echamos de menos, en un partido duro, a un lateral finito con aspecto de paje de Rey Mago. Qué contradicción más grande, oiga.
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Tercera contradicción: el centro del campo

El Atleti de Simeone basa su eficacia, entre otras cosas, en la presión cerca del área rival, en impedir la salida del balón del equipo que intenta progresar. El año pasado se hacía a costa de muchas faltas, este año se cambió el ansia recuperadora inmediata por una presión más constante y continuas superioridades sobre los rivales que recibían el balón, bien trabajada por Simeone. Todo esto llevaba al error rival, la recuperación pro parte de Gabi o Koke o Mario - si el rival pasaba la primera línea de presión- , la entrega a Turán y la construcción de un ataque rápido buscando a Falcao o al segundo punta.

De esto, nada o casi nada ocurrió el sábado. Sólo hasta el gol el Atleti mostró hambre por presionar y recuperar arriba, luego cambió el plan visto cien veces con Simeone. El centro del campo, con un Turán torpón, impreciso y desconocido y Gabi, Mario y Koke lejos de lo esperado, se limitó a parar al rival más cerca del área, a recuperar y mirar hacia atrás, uy, tómala tú, ay, perdón, la volví a perder, caramba, no sé qué nos pasa hoy. El centro del campo no pudo hacer mucho y, lo que es peor, no pareció estar convencido de poder hacer más.

El centro del campo del Atleti, que presiona y busca las cosquillas al rival, llegó a un partido importante y cambió de discurso. Para aquellos que venimos viendo al equipo, fue una sorpresa ver al equipo intimidado y perdido a ratos. Qué contradicción, oiga, qué contradicción.
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Cuarta contradicción: el macarrismo y la casta, la provocación y el respeto, las churras y las merinas

Simeone sacó al equipo que había jugado, bien, contra el Sevilla, salvo la ausencia comentada de Filipe Luis. Junto a Falcao, casi inédito en el derbi, sacó a Diego Costa. Diego Costa viene haciendo una buena temporada, ha marcado goles y se le presume personalidad y mala baba como para enfrentarse a una defensa como la del sábado, conocida por su querencia al patadón alevoso y la provocación constante. Simeone pareció querer que fuera Diego Costa quien peleara con los matones rivales para así librar a Falcao de la pelea en solitario, responder a ojo con ojo y diente con diente y, quizás, sacar de quicio a los intelectuales defensas rivales, ávidos lectores de los Clásicos, hasta conseguir una expulsión.

Todo esto pretendió hacer Diego Costa, y en casi todas sus acciones sobreactuó, confundiendo valentía con macarrismo, integridad con provocación y hombría con marrullería. Diego Costa, sobreexcitado por medirse a los dos más malos del barrio, a cuyo cetro aspira, soltó codos y lanzó escupitajos, recibió empujones y salivazos y vio cómo un rival natural de Camas le llamaba feo, algo que por sí solo da para escribir un sainete, un tratado de psicoanálisis y una ópera bufa. Diego Costa empleó casi toda su energía en buscar pelea y aumentó su historial de jugador conflictivo e inoportuno, sin hacer además casi ninguna acción de mérito en todo el partido.

Mientras Diego Costa pedía a voces entrar en el selecto grupo de jugadores marrulleros y malencarados apreciados en cierto barrio con estación de tren del Norte de Madrid, en el banquillo ocurría una cosa diferente. Con su habitual altanería, los técnicos locales hacían gestitos de menosprecio al banquillo visitante, chivándose al árbitro como los traidores a la mafia de que por ahí andaba mucha gente. Con mucho más aplomo que Diego Costa, con mucha más razón por ser él el provocado y no el provocador y dando casi tanto miedo como Paulie Gualtieri en un mal día, el Mono Burgos dejaba clara la diferencia entre carácter y macarrismo. Yo no me meto contigo, pero si tú te metes conmigo, atente a las consecuencias, vino a decir metafóricamente el Mono Burgos. Yo no soy Tito Vilanova, yo te arranco la cabeza, dijo el Mono Burgos sin metáfora ni nada, y con ello hizo toda una declaración de principios. Sé que os creéis intocables, pero cuidado conmigo, vino a decir el Mono, y en sus palabras, poco bonitas para los niños y las monjas de clausura pero reconfortantes para aquéllos que están hartos de la tradicional actitud prepotente de algunos, uno vio la actitud que debe tener el Atleti en estos casos. No seré yo quien dé el primer paso, vino a decir el Mono, pero si vienes de malas, te expones a acabar peor: esto, palabras más, palabras menos, es lo que venía a decir el Atleti cada vez que visitaba el campo ese del centro comercial.

No seremos nosotros los que provoquemos, vino a decir el Mono Burgos, pero si nos buscas nos encuentras. En el campo, mientras tanto, Diego Costa hacía justo lo contrario, provocar para desquiciar, ponerse a la altura de esos insignes indeseables que celebran con bailes brasileños los malos momentos de los rivales, que no las alegrías propias. Qué contradicción, oiga, qué contradicción.
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Consejo: ¿qué pijama es apropiado para un ciudadano honrado?

El pijama, siempre largo y a poder ser de cuadros, con chaqueta de botones y bolsillito sobre el corazón. En verano, de algodón fino; en invierno, hasta de franela. Hay quien gusta de camisón de lino y gorrito de dormir con pompón, y esta combinación es también respetable, sobre todo si se alumbra uno el camino con un candil.

Nada de camiseta de publicidad y pantalón corto, nada de pantalón de pijama descuadrado (esto es, combinado con camiseta interior). De eso nada.

Háganme caso: lo agradecerán en algún momento de su vida, probablemente un momento importante. 

jueves, 29 de noviembre de 2012

De camisetas de manga corta y gestos de equipo grande



Imaginen Vds, si no es mucho pedir, una estación de tren parecida a la estación de Atocha, pero bastante más pequeña y con menos tortugas. Los trenes que llegan a esa estación, que suelen hacerlo tarde, son menos modernos que los que llegan a Atocha y para abrir la puerta de sus vagones hay que tirar de un picaporte como de armario empotrado, un picaporte poco tecnológico, un picaporte que bien podría ser un pomo. Esta estación, como la de Atocha, está en el centro de la ciudad pero, al ser ésta mucho más pequeña que la nuestra y contar sólo con trescientos y pico mil habitantes, la estación es casi el centro del centro, el mismo centro, el epicentro, el mediocentro.

Imaginen ahora que, al salir de esa estación, justo cruzando la calle y a la altura del Reina Sofía o del Hotel Mediodía, estuviera el Estadio Vicente Calderón, donde acúúúúúden a millares los que gustan del fútbol de emoción. Eso sí, el Calderón no sería el Calderón que conocemos sino un estadio súper moderno, cubierto en su totalidad si el tiempo lo requiere y con capacidad para casi 75.000 espectadores, que abarcaría físicamente buena parte del centro de la ciudad. Además, el estadio no es de fútbol, sino de rugby. Un estadio de rugby para 75.000 espectadores en pleno centro de una ciudad de trescientos mil habitantes, frente a la estación principal, a pocos metros del castillo, junto a las calles comerciales y el ayuntamiento, un estadio de rugby descomunal en pleno centro histórico una ciudad un algo menor que Córdoba. Si se lo han imaginado ya, están Vds de enhorabuena: acaban de llegar Vds a Cardiff, País de Gales.

Cardiff es pequeño y tiene un castillito, además de una bahía apartada que invita a los andaluces a hacer chistes sobre cómo se cocinará la urta en parte de la Bahía de Cardiff. Cardiff no es una ciudad monumental ni un prodigio arquitectónico, hay que reconocerlo, pero tiene algunos pubs notables y varias calles de interés. En una de ellas, con esa elegancia deportiva de la que normalmente carecemos por estos lares, ondean banderas de los equipos que jugarán durante la ventana de test matches de noviembre: Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Escocia, Tonga, Fiyi ... Muestra inequívoca del buen gusto local, arrinconada y medio arrugada en una esquina, está la bandera francesa.

Sólo viendo dónde está el estadio Millenium de Cardiff le queda a uno claro que, para los galeses, el rugby no es sólo un deporte. Cuando uno pasea por Cardiff en las horas previas al partido, el centro hierve de gente aunque haga un frío horroroso y no deje de llover ni un solo minuto. Horas antes del partido se suspenden líneas de autobús, se cierran calles al tráfico, se advierte a los viandantes que es mejor no pasar por allá ni por acá a no ser que uno quiera verse arrastrado por una marabunta roja y blanca, combinación de colores perfecta para las masas distinguidas. Echarse a la calle a Cardiff en día de partido, aunque sea a las 7.30 de la mañana y bajo una tromba de agua, es parecido a meterse de lleno en una grada de estadio. Todo el mundo lleva algo de su equipo, todo el mundo deja claro a lo que viene y nadie esconde cuál es el centro de la existencia de toda la ciudad ese día. Desde primerísima hora llegan trenes llenos de espectadores con camisetas rojas y las tres plumas blancas del Príncipe de Gales y la leyenda "Ich Dien", "Yo sirvo" en el pecho, mezclados con menos tipos vestidos de negro con un helecho plateado sobre el corazón. Muchos de ellos van al estadio, otros van a los pubs de los alrededores pero no quieren perderse el ambiente. Todos, incluidas numerosas chicas y familias enteras, van al rugby tengan o no tengan entrada.

Durante todo el día, por las calles del centro, en medio del chaparrón, del viento y del frío, pasean los galeses en camiseta de manga corta, y hasta alguno va en bermudas y chanclas y no es broma, oiga. Los galeses, como otros habitantes de las Islas, son un prodigio térmico, un desafío a los elementos, una anomalía con aislante. Bajo la capucha y tras la bufanda, viendo a los galeses en camiseta, uno se explica su facilidad para invadir territorios de clima más benigno, como relata Sir Cecil Winterbottom en su obra "Crónica de la colonización en manga corta" (Revista de Estrategia Militar en Niki, 1897):

- A la orden, mi General

- Dígame, Allistair

- Han llegado los regimientos galeses, les gustaría saber cuál es el plan para esta tarde.

- Ah, muy bien, Allistair. Dígales que hoy invadiremos Bombay de cuatro a siete. Por favor, que sean puntuales: la cena se servirá a las 19.30 y el Rogan Josh frío no vale nada.



Y es que a finales de noviembre en Cardiff hace un frío horroroso y no para de llover, hace viento y los paraguas (rojiblancos en su mayoría) sólo aguantan las corrientes de aire gracias a sus varillas reforzadas con adamantium. El extranjero sureño, congelado, lleva bufanda, gorro, gabán y pijama bajo el pantalón y aún así tiene que parar cada poco tiempo en un café a tomar sopa caliente y aspirina efervescente. Al otro lado del cristal empañado, empero, pasan los lugareños bajo la tempestad vistiendo zapatilla de lona y mangas de camisa, charlando animadamente a pesar de la galerna (Nota al pie).

Dejando de lado los misterios térmico-dérmicos de las islas, volvemos a lo que nos ocupa: el rugby. Cuando se acerca la hora del partido Cardiff entero se echa a la calle y se dirige al centro, al estadio. La masa es compacta y numerosa y andar a contracorriente es una tarea dura, recompensada al llegar al estadio. El estadio es inmenso, cómodo y moderno, y cuenta con un bar excelente.

- Tres cervezas, por favor

- ¿Lager? ¿Bitter? ¿Negra?

- Uhm ... ponga tres pintas de cada, gracias.



Así es, oiga. Al ser el rugby de un deporte bárbaro con seguidores embrutecidos, no como el fútbol, en las gradas del Millenium y del resto de estadios se puede beber alcohol cuando el partido no es de fútbol. Además, si uno quiere sidra en vez de cerveza, el barman le da una botella de cristal en la certeza de que nadie se la tirará a un jugador por un doble motivo: primero, por la exquisita educación de la hinchada (a pesar de algunos silbidos en los golpes rivales y durante la haka, algo no escuchado en Dublín); segundo, por el riesgo cierto de que el agredido vea al agresor, suba a por él y se lo coma en plena grada en sashimi. Ver un partido en el estadio con una pinta de cerveza fría en la mano es un placer del que las aficiones asilvestradas del fútbol nos han privado a los señores con gafas que nunca nos metemos con nadie; en algún momento, en esta vida o en la otra, deberán pagar por ello.

Los galeses adoran el rugby y saben de rugby, y también adoran cantar y saben hacerlo. En Gales son famosos los coros polifónicos, y esa afición se traslada a la grada del Millenium antes del partido. Una banda militar uniformada con casaca roja y diferentes tipos de sombreros y cascos según la graduación y función (bearskins de gala, salacots blancos de tropa colonial, cascos dorados impolutos) interpreta piezas para que un coro multitudinario, uniformado y con un director muy serio batuta en mano, cante y cante antes del partido. Mientras el coro canta, galeses y neozelandeses calientan y el calentamiento es casi tan espectacular como un partido: ataques, cruces, placajes, percusiones, delanteros haciendo melés, tres cuartos corriendo de lado a lado. La hora del partido se acerca, las cervezas van desapareciendo y las piezas que toca la banda son coreadas por cada vez más gente. Media grada canta "Hey Jude", tres cuartos se desgañitan después cantando un clásico de las gradas de rugby, "Delilah" del Tigre de Gales, el Falcao de los Crooners. Los neozelandeses se conjuran y empiezan a recoger los bártulos antes de volver al vestuario y entonces la banda y la grada saben lo que tienen que hacer. El director del coro se gira hacia la tribuna y suenan los primeros compases de "Bread of Heaven"; la grada estalla y canta, a varias voces, uno de los himnos tradicionales del rugby galés. A mitad de la pieza los jugadores galeses, que conocen el ritual, comienzan a girarse hacia el vestuario, abandonando el calentamiento y preparándose para la batalla que en breve empezará. Los jugadores rojos se van lentamente del campo entre el trueno de la grada, en una escena que recuerda a esas despedidas de las tropas hacia el frente que vemos en las películas, algo así como suerte muchachos, estamos con vosotros, a por ellos sin dar ni esperar cuartel. La escena es increíblemente emotiva y uno entiende entonces por qué un jugador galés está dispuesto a dejarse hasta el último aliento defendiendo esa camiseta, en casa, ante los suyos. Habría que ser muy frío o muy sinvergüenza o un eterno sonriente de Utrera para no sentir ese pellizco en ese momento y morder el protector dental hasta partirlo en dos. Benditos momentos nos da el rugby.

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Igualmente increíble es escuchar el himno galés coreado al unísono por 75.000 gargantas bien afinadas, ver las llamas que se lanzan al final del mismo, la ovación unánime de un país entero antes del partido, los equipos formados frente a la grada y la banda comandada por la mascota del regimiento, un macho cabrío enorme que no para quieto, deseoso de empitonar a Richie McCaw a la salida del primer ruck. El partido tiene poca historia, pero tampoco importa. Dos lesionados galeses en la primera jugada (uno tras cobarde y alevoso puñetazo por la espalda) marcan el partido; la increíble máquina negra de rugby que los galeses tienen en frente hace el resto. Los All Blacks están en un momento imparable, cuentan con jugadores de altísimo nivel técnico y táctico y un ritmo físico constante al que prácticamente no se puede hacer frente. Gales no aguanta ni los veinte minutos que acostumbran los rivales a mantener el tipo y los neozelandeses fríen a puntos a los rivales gracias a Aaron Cruden, preciso como un cirujano cardiaco pateando a palos. Poco interés tiene el partido, salvo ver en acción a campo completo a los zagueros, casi siempre fuera de plano en la televisión, y sobre todo a Israel Dagg, un prodigio de colocación y sangre fría que, además, manda sobre sus alas con galones de mariscal de campo y se une a la línea con una potencia y zancada que parece multiplicarse en vivo, en el campo. En un momento dado, al principio del segundo tiempo, la actitud de los galeses mirando, con los brazos bajos y la cabeza gacha, cómo Cruden vuelve a marcar indica que los de rojo están psicológicamente hundidos, convencidos de que esa muralla negra que les sale al paso cada vez que intentan algo no les permitirá anotar ni un solo tanto ante los suyos.

Finalmente no llega la sangre al río: mediado el segundo tiempo Gales ensaya tras formar un maul con casi todo el equipo metiendo el hombro, empujando a los neozelandeses hasta dentro de su línea de ensayo, jugándose un contraataque letal a sabiendas de que no tendrían muchas más ocasiones de salvar la honra. Los All Blacks levantan el pie, los galeses ensayan de nuevo y respiran, el partido acaba y la grada, medio resignada medio admirada (era común ver a seguidores locales diciendo a los hinchas de los All Blacks lo asombroso que era el juego de su equipo) va dejando atrás botellas vacías y vasos arrugados, de vuelta al las calles, a los pubs y restaurantes y a la lluvia , el viento y las camisetas de manga corta.

<En este ambiente, en este sitio, quién ganó el partido es casi lo de menos, ya lo saben.




NOTA DEL AUTOR: La explicación a por qué los galeses van en manga corta y las galesas van en sandalia y minifalda hasta en pleno y crudo invierno la dio a conocer el famoso dermatólogo polaco Dr Miroslav Mazinsky (de origen escocés según su biógrafo, siendo su apellido una deformación localista del apellido del clan McThickskin) en su tratado "Carnes de Gallina del Mundo Moderno y otros estudios médicos altamente inútiles" (Ed. El Galeno de Gales, 1950). Mazinsky o McThickskin, tras mucho estudiar los músculos horripiladores de etnias del mundo entero, llegó a la siguiente conclusión:

"La piel humana se divide en tres capas principales, epidermis, dermis e hipodermis. No es así, empero, en el caso de los naturales de las Islas Británicas, cuya piel cuenta, entre la epidermis y la dermis, con una fina capa de neopreno, otra de Thinsulate y una última de una sustancia parecida al torrezno".


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En el día después de los partidos de vuelta de los dieciseisavos de final de la Copa del Rey, a uno le quedan en la retina algunas imágenes de celebraciones de goles. Un jugador de un club grande de Primera División metió un gol desde su campo a un portero de un Segunda B y lo celebró haciendo un bailecito coreano dedicado a la grada. Un jugador de un equipo poco señor metió un gol a otro equipo de Segunda B y lo celebró poniéndose un balón en la barriga; en ese mismo partido, éste jugador llamó fracasado a un jugador rival. Un compañero suyo metió dos goles en ese mismo partido contra elSegunda B y lo celebró señalándose el escudo y mirando a la grada, en una celebración de esas ensayadas que tanta vergüenza ajena dan.

El mismo día, Raúl García le metía otro gol a un equipo de Segunda B, el Jaén. Raúl García, jugador injustamente tratado por el Calderón como tantas veces hemos dicho, se limitó a cerrar un puño y agradecer el pase al compañero con el que había estado durante la semana entrenando el movimiento que le permitió hacer el tanto. Pudo hacer aspavientos y reclamar gloria y atenciones, pero eligió una celebración que recordó a aquellas de Gárate e Irureta cuando se estrechaban la mano y se volvían a su campo para no molestar demasiado a los rivales que acababan de llevarse un disgusto. Raúl García hizo lo mismo, mostrando el respeto debido a un rival de una categoría inferior quizás deslumbrado por el estadio y los rivales.

Raúl García ya nos tiene acostumbrados a estos gestos, la verdad, así que no nos sorprende aunque nos gusten mucho. Otros gestos recientes tampoco nos sorprenden ya, y también nos gustan. Recientemente Simeone pidió a un árbitro que no expulsara al entrenador rival. Gabi intercedió en el partido de ida en Jaén para que no expulsaran a un jugador contrario tras cometer un penalti, Adrián y Raúl García contribuyeron a incrementar el cariño y el respeto hacia el Atleti con gestos que deberían ser normales y últimamente son excepcionales. El Atleti de estos días tiene un estilo añejo, respetuoso y sobrio, que nos gusta y nos hace grandes. Ahora solo falta que esa parte de la grada que confunde el ánimo con el insulto al rival y el aliento constante con la ofensa repetida, tome nota de los gestos de los nuestros y los trate de imitar. Ahí sí estará el Atleti al completo, el Atleti nuestro.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Pancartas, principios



Hace años, un montón de años quizás, quizás cuando aún se vendía en el estadio coñac por copas y café de termo de asiento en asiento (más bien de porción de banco de cemento en porción de banco de cemento), en la grada del Calderón se colgaba en cada partido una pancarta que ponía "Hoy también ganamos". La pancarta aparecía todos los partidos, se jugara contra el primero o el último, se enfrentara el Atleti contra un equipo potente o una medianía. La pancarta se colgaba después de una derrota sonada y después de una goleada histórica, tras un empate ramplón y después de un partido para la historia. La pancarta no se retiraba si el equipo perdía cero tres al descanso, ni se agitaba orgullosa si se iba goleando al minuto veinte. La pancarta estaba ahí por algo y decía lo que decía por algo, y los que veían la pancarta día tras día no la tomaban como una amenaza al rival ni como un acto de chulería ni como la afirmación de una pitonisa. La pancarta "hoy también ganamos" era lo más parecido a una declaración de principios, una pancarta certera de esas que salen a veces en el Calderón, como aquella del Doblete en la que ponía "Pantic sabe", o aquella que apareció el día después de que Jesús Gil anunciara que dejaba el Club: "No sin tu hijo".

La pancarta del hoy también ganamos venía a decir lo que todos pensábamos cuando llegábamos al Calderón a las cinco de la tarde, tras apurar el postre y bajar al portal a la hora convenida para ir con el vecino al estadio. La pancarta no era un desprecio al visitante ni una glosa exagerada al equipo local, era más bien una pancarta redundante que sólo venía a subrayar lo que todos creíamos, una pancarta descriptiva, realista, casi costumbrista. Porque por aquel entonces al Calderón íbamos a ver al equipo ganar, en el convencimiento de que sólo una debacle excepcionalísima o un equipo rival mayúsculo podía privarnos de ver al equipo hacer lo que todos esperábamos y en lo que todos confiábamos. Luego, el Atleti podría empatar contra un equipo peor o verse ampliamente superado por un equipo cuya victoria no esperábamos, como aquel 0-4 que metió un Betis superlativo al Atleti de Dirceu. El Atleti podía perder contra un equipo chico tras tres goles de rebote, que es algo que siempre ha sido muy del Atleti, o verse superado por algún equipo grande; pero eso era lo de menos porque todos teníamos claro que el próximo partido en casa también se ganaba, que en quince días volveríamos al campo a ver ganar al equipo como siempre, aunque luego se empatara o se perdiera.

Y es que lo normal en esa época en el Calderón es que el Atleti ganara, jugando bien y jugando mal, jugando regular y jugando como los ángeles. El Atleti ganaba casi siempre, a veces con autoridad, a veces con buen juego, a veces sólo por el peso de la camiseta, a veces por suerte o por ley de la gravedad. Fuera por lo que fuere, en casa casi siempre ganaba el Atleti y aún así algún socio se iba enfadadísimo porque el equipo iba cuarto y el partido de hoy era para haber metido ocho y Setién es un vago redomado, Landáburu ya no vale, Julio Prieto es muy chiquitajo, este Votava en un trotón ná más, así no vamos a ninguna parte, este año de segundos no pasamos, maldita sea mi estampa.

Durante unos años oscuros que ahora nos parecen lejanos pero que no lo son tanto, la grada del Calderón se acostumbró a derrotas no peleadas contra equipejos medianos y a empates regalados contra equipos que nunca habrían esperado llevarse un punto del Manzanares. Esos años del Atleti tristón y pusilánime, de mediocampistas escondidos tras sus rivales y defensas incapaces de correr arriba y abajo más de dos veces por partido, de centrales que no despejaban una a derechas y porteros que no salían ni de puños ni por abajo ni por un lado ni por otro, de jugadores que bajaban los brazos al minuto 25 del segundo tiempo por verse incapaces de remontar un mísero gol en contra por estar enfrente el decimosexto clasificado encerrado en su área, fueron borrando esa sensación antigua de que hoy, mañana y pasado mañana también se iba a ganar. El aficionado acudía por entonces al campo con una ceja ya levantada, a ver hoy, no sé no sé, sí, sí, estos están recién ascendidos pero el Atleti no juega a ná, me da a mí que hoy palmamos seguro y nos pasa en la clasificación el Osasuna y ya estamos a nueve puntos de UEFA y otro año más sin Europa, con lo que ha sido este equipo, oiga.

Simeone, que, por edad, de haber vivido en Madrid su adolescencia recordaría bien esos tiempos del hoy también ganamos, parece tener claro que el Atleti de verdad es el del primer tramo del texto y no ese engendro del párrafo de aquí arriba, justo el de arriba, ese párrafo feote que huele a neumático quemado, que deja manchas de grasa al leerlo, que levanta escalofríos pensando en una banda ocupada por Musampa y otra por Novo, que produce sequedad de boca pensando en Maniche camuflado, en el Pato Sosa cayendo de culo, en Seitaridis borrándose para irse al asador, en Ibagaza penando por el campo hasta que no llegara la negociación de la renovación, en Matías Lequi pegando pelotazos o en Zé Castro arropando con una mantita de felpa al delantero al que debería intimidar. Parece que Simeone, a fuerza de dar gritos y carreras en la banda, a fuerza de transmitir a los jugadores que el Atleti es el equipo serio de los primeros párrafos y no el bicho sin sustancia del último, va consiguiendo que el hoy también ganamos sea parte del equipo una vez más, que volvamos a tener la sensación de reconocer a los nuestros de nuevo.

Contra el Granada salió el Atleti con la defensa que empezamos a sabernos de carrerilla, con al menos tres de los centrocampistas que vemos casi todos los partidos y con Falcao, faltaría más. Simeone, consciente de lo que tiene, parece haber apostado por construir el equipo desde atrás, como mandan los cánones y las leyes de la ganadería brava. Si en años anteriores el equipo era un chiguagua con cuerna de alce macho, mezcla de delanteros portentosos y cuartos traseros enclenques, Simeone ha apostado por apuntalar los cimientos dando confianza, galones e instrucciones claras a los cuatro defensas. Godín y Miranda, fuente inagotable de dudas hace unos meses, parecen haberse atornillado al puesto sin dejar lugar a demasiada discusión; solo queda la duda de quién es el refuerzo que ofrece garantías si uno de los dos se lesiona o es sancionado, algo que planea sobre la cabeza de Miranda como una espada de Damocles en manos de un Teixeira Vitienes cualquiera , con el peligro que eso conlleva. Al descubrimiento y revelación del año pasado, Juanfran, le ha sucedido ahora por la otra banda Filipe Luis, jugador que se parece por fin al del Depor y que queda a años luz del indefinible Filipe Luis Filipe del principio de la pasada temporada. Filipe Luis sube y baja y vuelve a subir pidiendo el balón, y aunque a veces deja algún regalo en defensa, sabe que tiene medios cerca que le permiten ser mucho más incisivo y participativo, aportando más al juego y dejando clara la importancia de los laterales para un equipo como el Atleti, sobrado de nada. Juanfran, empero, parece algo desfigurado este año, menos metido en los partidos, menos concentrado, más presionado, quizás echando de menos el efecto sorpresa del año pasado, quizás con la losa de su internacionalidad y su fallo contra Francia, tan celebrado por la prensa como no podía ser de otro modo. Juanfran no es el Juanfran del año pasado pero casi todos pensamos que lo volverá a ser en breve, porque alguien con la personalidad suficiente para llevar ese peinado puede remontar una mala racha sin problema alguno, oiga.

Siendo fijo Falcao por obvias razones incluso en época de menos goles (que no de rachas, esas cosas que antes eran cuestión de diez partidos y ahora de dos, "el Atleti rompe por fin su racha de dos derrotas", ya saben), la cuestión se plantea más bien en relación a la parcela existente entre la línea defensiva y el punta. Y aquí, gracias también a Simeone, hay bastantes combinaciones posibles. Parece que en esa zona debe jugar sí o sí Arda Turan, el jugador más capaz de generar juego y guardar el balón si la cosa se pone fea. Parece, o hasta ahora parecía, que por delante de la defensa debía jugar sin duda Mario Suárez, ese jugador convertido a la fe verdadera de la posición y el esfuerzo, tan diferente al jugador despistado y pusilánime de los oscuros días manzaniles. Mario lleva unos partidos algo peor, con esa falta de punch tan suya, fallando esos pases fáciles que ahora son excepción cuando en otros tiempos, antes de la trasfusión de medio litro de sangre del Cholo, eran regla. Aún así, parece el más conveniente para el equipo de los jugadores que pueden ocupar esa plaza. Fijo parece también Gabi, peleón y capitán, motivador del resto desde la zona donde el juego es menos brillante, más sacrificado y más vital. Gabi, también algo menos fresco en los últimos partidos, empezó el año siendo el abanderado de la presión constante y pertinaz del Cholo, el jugador que lanzaba a los compañeros hacia arriba a asfixiar al que tenía el balón, a perseguir y meter el cuerpo, a generar problemas que derivaran en pérdida y, luego, en contraataque y ocasión. Gabi, que ya nos tiene acostumbrados a esas carreras largas persiguiendo rivales hasta que alguien comete un error, también aporta jugadas y balón parado y su presencia se antoja por ahora asegurada. Asumiendo que Saúl y Oliver Torres aún necesitan algo de tiempo para poder entrar cómodamente en el primer equipo (más el segundo que el primero), que Tiago hace tiempo que pasó su mejor momento y que Emre es útil en momentos puntuales y empresas algo menores (lo relativo a estos dos últimos avalado por el resultado que dieron ambos en el partido contra el Valencia), Simeone mueve otros caballos, alfiles y torres según requiera la ocasión. 

Koke, que sí parece haber aceptado el desafío de crecer que desde hace unos años le estaba esperando, trata bien el balón y ocupa mucho espacio, ayudando a Gabi en la recuperación y saliendo con criterio cuando tiene ocasión. Llega, pasa, la guarda y combina cuando hace falta. Raúl, ayer titular, aporta menos cuando se pega a una banda y mucho más cuando juega detrás del punta, buscando en el segundo palo los remates a los que Falcao quizás no llegue, llegando desde la segunda línea, iniciando la presión cerca del área contraria y ayudando a tapar huecos cuando el rival es el que ataca. Adrián, que no anda fino, es también una alternativa tanto saliendo más pegado a la cal como jugando por detrás de Falcao. Aunque se le nota falto de confianza, algo desenchufado y con ansiedad a la hora de resolver al final de la jugada, Adrián se ha ganado que se le espere aún un tiempo, que se confíe en que vuelva a ser el jugador imprevisible y de repertorio del año pasado. Estos tres jugadores, junto con Diego Costa, mucho más peleón y solidario que otros años, y el Cebolla, revolucionario cuando juega más pegado a la banda y más templado y sólido cuando el entrenador le hace jugar más hacia dentro, permiten a Simeone plantear diferentes dibujos según el rival y hasta el momento del partido, cambiando sobre la marcha del 4-1-4-1 a un 4-2-3-1 o el 4-4-2, signifiquen lo que signifiquen todas esas combinaciones de la bonoloto a las que ya estamos acostumbrados. 

En definitiva, sin un banquillo larguísimo y gracias a una defensa consolidada y con confianza, el Atleti de Simeone cuenta con varias alternativas solventes para asegurar el dispositivo defensivo y nutrir de balones a Falcao, que parecen las piezas inamovibles del equipo. Lo más llamativo del caso es que no parece que los jugadores duden de cada decisión del banquillo, ni que cada uno haga la guerra por su cuenta. Lejos quedan los días de confusión de Quique Flores, cuando nadie sabía bien qué se esperaba de él, y los días del conformismo y la vida contemplativa de Manzano, cuando a nadie se le exigía más que llevar las medias subidas. Ahora los jugadores se creen lo que ven, confían en lo que se les pide, hacen lo que saben e intentan hacer lo que no saben pero se les exige. Durante los partidos el dibujo cambia y todos parecen querer adaptarse, con mejor o peor fortuna pero con voluntad. Simeone pide, los jugadores responden y el gran beneficiado es el equipo.

El resultado por ahora es la vuelta a los principios, a las pancartas. Mejor o peor (nunca rematadamente mal, alguna vez de manera brillante) el equipo suma puntos, aguanta el tirón, gana a quien la lógica dice que debe ganar y también a aquéllos equipos a los que se gana con fe en un mal día. El aficionado del Atleti vuelve a ver al equipo pensando que hoy también ganamos, por más que luego se pueda perder peleando y mereciendo más, como en Valencia, o de forma clara y justa, como en Coimbra. Este equipo que sale a ganar, que tiene claro lo que tiene que hacer para no perder, que sabe que todo se basa en correr, esforzarse y no creerse más de lo que uno es, se parece a aquél que, no necesariamente cuajado de estrellas y con muchos jugadores de la casa, ganaba día sí, día también. Jugando con esta intensidad y este oficio el equipo podrá perder o podrá ganar, pero dejará ese aroma a café de termo y copa de coñac de las tardes en las que el Atleti era el Atleti y las pancartas eran declaraciones de principios. Y nos gusta.

jueves, 27 de septiembre de 2012

De entrenadores y camiones cisterna (o más bien en orden inverso)

Hace ya años (hasta que pusieron aspersores y un cañón de agua en el centro), tras el tercer toro salía muchas tardes al ruedo de las Ventas del Espíritu Santo un camioncito que regaba el albero. El camión,  chiquitito y cabezón, blanquito y con cara de niño, era algo así como un bonsai de Pegaso, un alevín de Barreiros, una cría de de camión cisterna. El camioncito de riego era un camión cortito y con pinta de bueno que a los que visitaban por primera vez las Ventas les producía una medio risa y al que público habitual ya había cogido cariño. Ahí sale el camioncito, míralo qué mono, como riega el tío, decía la gente. Qué bien riega para lo chico que es, mira que es majo el camioncito, dan ganas de darle un pellizco y regalarle una piruleta de aceite Penzoil, se oía en tendidos, gradas y andanadas. El camioncito de riego era parte de la plaza como era el torilero vestido de luces con las piernas arqueadas, como lo era aquel sordomudo que acompañaba a los toreros cuando se iban y de cuyo nombre no hay forma de acordarse, como lo era el gran Joselito Calderón, Salva, Rosco o tantos otros. El camioncito cisterna de las Ventas era todo un personaje y ay de aquél que hiciera una burla a su salida entre aficionados veteranos. Pero bueno, pero Vd por quién se toma, el camioncito es familia nuestra, retire ahora mismo eso de que parece un motocarro con bombona de buceo o se las verá conmigo, con este señor de aquí que es de Valladolid y con ese de más allá, que es quinto dan de varias artes marciales y además le acaban de hacer una inspección de Hacienda y está el hombre que trina, oiga.  

La gente veía el camioncito como una mascota mecánica con un papel superficial en la Fiesta, pero el camioncito, orgulloso, seguro y flamenco, no se veía así. El camioncito sabía de su tamaño utilitario, sabía que por autopistas y comarcales circulaban grandes camiones cisterna llenos de productos tóxicos y con potentes faros halógenos que ser reirían al verle, pero eso no achicaba su espíritu indomable. El camioncito de riego no se arrugaba al salir a un coso con veinte mil personas mirando su porte de utilitario, sus faros con pestañas rizadas y sus chorritos de agua, y sabía que esa presión no era algo que todo el mundo pudiera soportar. El camioncito de riego era valiente y decidido como Little Toot, el pequeño remolcador de Disney de chimenea rojiblanca que ayudaba a su padre - sin mucho éxito - a remolcar inmensos transatlánticos hasta convertirse en héroe rescatador, do or die, y sabía que su momento de gloria llegaría.

El camioncito de riego soñaba y soñaba un sueño recurrente, un sueño en el que él salía al ruedo a regar entre las sonrisitas de los turistas cuando, sin previo aviso, se escapaba del toril un torazo, un miura de esos largos, castaños y agalgados, o un pablorromero colorao ojo de perdiz  de los antiguos, de los que embestían, o quizás un toro portugués de esos cornalones que aprendían rápido. El toro hacía sembrar el pánico entre los areneros, que tomaban el olivo, y los matadores, que bebían agua y hablaban con los apoderados en el callejón aprovechando el descanso. Todos corrían buscando capotes  con los que poner orden y quitar al toro que, al galope, hacía ya suyo todo el ruedo, amenazaba burladeros y levantaba uys y oohs y ojooooos de los tendidos. Entre el desconcierto nadie se acordaba del camioncito de riego que, sólo en el centro del redondel, se encontraba cara a cara con el toro. El pánico se apoderaba del público ante la tragedia inminente, ante la segura cornada letal al pobre camioncito a ojos de todos y sin mecánico de guardia. Pero entonces, para asombro de todos, el camioncito cortaba los chorros de riego y se acercaba al toro despacio y de frente, mirándole a los ojos con los faros encendidos. El pánico del tendido tornaba en sorpresa y, la sorpresa, en silencio e interés. El camioncito de riego, parecía acercarse al toro estudiando su mirada, poco a poco, quizás adornándose, buscando su  terreno.

En un momento determinado, elegida la distancia, el camioncito de riego tocaría levemente el claxon, dando el toque necesario para el arranque del rival. A partir de ahí, la apoteosis. El camioncito de riego soñaba con cambios cortos de marcha y velocidad para engañar al toro y hacerle ir por donde él quería, en sabias decisiones sobre los terrenos de lidia, en un trasteo inicial para hacerle bajar la cabeza seguido de hondas tandas templadas con el retrovisor izquierdo, para después iniciar fases de estatismo suicida con los neumáticos atornillados en la arena hasta doblar la voluntad del enemigo. A estas alturas la plaza era un clamor de olés y torero-toreros, un hervidero de abrazos y palmas, de aficionados de tronío levantándose con los brazos abiertos al cielo. En un momento dado el camioncito de riego se plantaría ante al toro ya agotado, se pondría frente a él, levantaría levemente la cabina accionando el freno de mano, lanzaría dos ráfagas de largas y tocaría de nuevo levemente el claxon para, provocando la arrancada del bicho, asestarle al volapié un manguerazo ortodoxo en lo más alto. El toro se desplomaría empapado, la plaza lanzaría un grito unísono, los tendidos se llenarían de pañuelos blancos y las mulillas, en el sueño tres curvilíneas vespas, dos grises con otra blanca en medio, se llevarían al toro entre el trueno de veinte mil gargantas. El camioncito cisterna recibiría trofeos de mano de un alguacilillo e iniciaría una vuelta al ruedo clamorosa de la que se hablaría mucho tiempo, llevando en el puesto reservado al Muñeco Michelín en los Pegasos de leyenda, ni más ni menos que a su ídolo César Rincón, gigante colombiano  (otro más), quien, en gesto taurino y diesel, se acercaría al camioncito al final de su faena entregándole en homenaje sus propios trastos de matar y un juego de llaves de bujía fabricado en Solingen, Alemania.

Al camioncito de riego, tan pequeño, tan frágil en apariencia pero tan valiente en realidad, algunos le llamábamos "Juninho".
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Vaya por delante que uno, que pretende no hacer ya crónicas sino algún articulillo de vez en cuando si es que el tiempo y la autoridad no lo impide (y a pesar de que toquen los Jayhawks), entiende el cabreo del aficionado bético con el partido de ayer. Lo primero, por haber sido postpuesto casi unilateralmente para que pudiera jugar entre otros Falcao, a la postre decisivo. Lo segundo, porque si la primera roja pareció exagerada, la justicia habría hecho que quizás la segunda de la noche fuera para Filipe Luis. Con penalti a favor y las fuerzas igualadas, quizás el Betis habría empatado el partido y hoy la sensación sería diferente. Aún así, el que suscribe piensa que el Atleti fue mejor y mereció ganar por haberlo buscado más, por haber dominado el partido, por haber encajado dos goles tontos (uno de ellos de chamba) y haber podido marcar algún gol más. Curioso este deporte donde una injusticia arbitral contribuye a veces a la justicia (discutible) del resultado.
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Si uno ve al Atleti de los últimos partidos e intenta recordar el Atleti de hace un año más o menos, advertirá gran cantidad de diferencias. En ese Atleti estaba Diego, que aún casi no jugaba, y estaba Falcao, que despertaba muchas dudas. Estaba Mario y con su desidia y falta de sangre estaba todo el mundo desesperado; estaba Juanfran en el banquillo esperando jugar de extremo, estaba Koke pero no daba el paso, estaba Adrián buscando su sitio y Arda buscando su ritmo. Estaba Luis Filipe, por aquél entonces Filipe Luis Filipe, trotando sin energía por la banda izquierda, y estaba Miranda intentando convencernos de que era jugador de fútbol, algo complicado al lado de un Godín fallón y desfigurado. Estaban pues muchos de los que aún están, pero no estaba uno: Simeone.

Que el Atleti es ahora eso que venimos llamando un equipo de fútbol es algo que nadie discute. Que una de las claves de ello - sino la clave principal - es que al mando está Simeone tampoco. Con trabajo y con carácter, Simeone parece haber sacado un equipo y medio largo de allí donde Manzano sacó cuarto y mitad, siendo generosos. No es ahora frecuente ver lo que antes era regla, es decir,  jugadores pusilánimes, perdidos, sin presión por hacerlo bien, conscientes de que nunca pasa nada y de que nadie les afeará un partido cochambroso. Ahora, los que nos desesperaron muchas tardes (Mario, Filipe Luis, Miranda, Godín, incluso Gabi), salen con las cosas claras, la atención fijada en el partido y la concentración al máximo. Los que parecían no poder llegar, como Koke, parecen haber llegado para quedarse y para crecer, mientras que los llamados a marcar la diferencia como Falcao y Arda, la marcan y cada vez más. Hasta Adrián, en horas bajas, parece haber entendido que aquí nadie tiene el puesto ganado y que si Diego Costa, que también nos desesperó cuando directamente no nos hacía reír, merece más salir por estar cumpliendo con su misión, no hay más que hablar.

La sensación que transmite la plantilla es que se fía de Simeone, de sus métodos, de sus mensajes y de sus ideas. Probablemente hayan adquirido un compromiso más profundo al ver que el más comprometido de todos es el propio técnico; quizás se empleen más en los entrenamientos al ver que el que más en forma está sea probablemente Simeone. Simeone no parece pedir nada que él mismo no esté dispuesto a hacer, algo esencial para que un grupo crea en su líder. Por ello, probablemente sea más fácil estar del lado del corajudo Cholo cuando vienen mal dadas y él reclama la culpa que del bronceado Gregorio cuando éste señalaba jugadores tras las derrotas. Para un jugador será más fácil asumir su suplencia o su falta de protagonismo si éstas responden a criterios objetivos, medidos en partidos y entrenamientos, que si corresponden al capricho del entrenador, como ocurría en los oscuros y abrigados tiempos de Quique Sánchez Flores, rey de las sensaciones (sobre todo térmicas). Simeone trata a sus futbolistas como futbolistas, como compañeros y como profesionales y estos responden y están a la altura o desaparecen del grupo, como es de ley.

Al lado de Simeone en el banquillo hay otro personaje interesante, probablemente más importante de lo que pensamos. No hablamos del gran Juan Vizcaíno, sino del Mono Burgos, inseparable segundo del Cholo, siempre con su perilla y su libreta y su sonrisa. Dicen los que saben de esto que el papel del Mono Burgos, responsable de mantener el buen ambiente y la camaradería, limador de asperezas y reductor de problemas, es fundamental. Del carácter simpático del Mono todos teníamos constancia ya desde jugador; de su valor como complemento sensato del volcánico Simeone, no. Tienen suerte el Cholo Simeone y el Mono Burgos de haber hecho carrera en el fútbol, o más bien tenemos suerte el resto. Por porte, cara y envergadura, el Cholo y el Mono habrían podido ser una excelente pareja de ajustadores de cuentas en el hampa de cualquier país o en las películas de varios directores de Hollywood. El Mono y el Cholo podrían haber sido una pareja de leyenda cobrando deudas a morosos, exigiendo el cierre de locales, recogiendo pedidos sospechosos o haciendo ofertas de esas que no se pueden rechazar. La sola idea de oír el timbre a medianoche y ver por la mirilla el rostro craterizado del Cholo y la melena del enorme Mono darían a cualquiera unas ganas inmensas de devolver el dinero prestado con sus intereses y todo, de dejar en paz a la hermana de cualquiera de ellos o de abandonar el negocio del reciclaje de basuras en los barrios que la pareja determinara. Por suerte, el Cholo y el Mono no se dedican a la extorsión y la venganza sino a las variantes tácticas, las jugadas ensayadas y la rotación de mediocampistas. Bajo el nombre de Simeone y Burgos, nombre de pareja de abogados bonaerenses o detectives de la Plata, dirigen al Atleti hacia lo que puede ser el reencuentro con su pasado como equipo de fútbol. Hemos tenido suerte.

Volviendo al titular del banquillo, Simeone no sólo ha garantizado el compromiso de la plantilla sino que ha dejado claro a los jugadores en qué equipo juegan, qué camiseta llevan, qué afición tienen detrás, cuánto valen esas rayas y ese escudo del pecho. Simeone, como se hacía antes, va a casa de los equipos modestos con el equipo suplente, y éste responde al completo porque Simeone les ha convencido de que son el Atleti de Madrid y que con eso casi debería bastar. Simeone además ha dejado claro que se fía de ellos y que todos pueden entrar en el equipo titular porque todos valen si todos trabajan. Simeone, que conoce a futbolistas y grada, cambia en casa al jugador que hizo un buen partido para que reciba el aplauso del estadio y hace jugar fuera del Calderón a algunos jugadores injustamente tratados, a la espera de que acumule unas cuantas buenas actuaciones antes de volver a casa y disuadir así a los críticos con argumentos, tiempo y hechos. Simeone habla en rueda de prensa de aquél que tuvo un fallo y se rehizo o de aquél que no lució por hacer trabajo de equipo, y eso lo valora la plantilla más que el oropel fácil del entrenador señala-estrellas. Simeone, que ha sido futbolista no hace tanto, sabe de futbolistas y siente lo que ellos, por lo que los maneja con un respeto y una inteligencia que hacía tiempo no veíamos por el Calderón.

Y aquí hay uno de los puntos que más sorprenden. El Simeone jugador era un tipo bronco y a ratos desagradable, todo corazón para los suyos y todo rabia para los rivales. Muchas veces nos alegramos de que Simeone estuviera en nuestro bando y muchas veces entendimos a aquéllos rivales a los que Simeone inspiraba odio. Sin embargo Simeone, jugador de gestos feos a veces rayanos en la antideportividad, es un entrenador elegante y un tipo ponderado en rueda de prensa. Simeone viste traje oscuro, corbata estrecha y zapatos grandísimos y, tras dar gritos de hincha corriendo por la banda, obliga a sus jugadores a hacer el pasillo al rival vencido como si de rugby se tratara. Simeone elogia a los equipos contrarios antes y después de los partidos y da una imagen excelente cuando se cruza con los entrenadores rivales. Simeone, que conoce a la grada como si fuera parte de ella (y ahí está el secreto), pide con gestos respeto para los jugadores que pasan un mal rato y reparte piropos a partes iguales para que nadie se sienta menospreciado. Sólo choca de Simeone el confuso episodio de Pantic, que dio al traste con el sueño de muchos de nosotros de ver al equipo del Doblete al completo llevando la parcela deportiva del Atleti; eso sí, viendo cómo actúa en lo demás, uno le otorga el beneficio de la duda.

El Atleti va segundo y juega como un equipo; en esta situación parece fácil hablar bien de Simeone. El Atleti ha tenido también esa suerte que antes no tenía, esa fortuna que le ha evitado acabar perdiendo tras los minutos de pájara que han embarrado cada actuación desde Mónaco y en ocasiones, además, ha tenido el viento de silbato a favor. Ahora es fácil hablar bien de Simeone, claro, pero hay quien lleva hablando bien de él ya muchos meses, no es cosa del último día. Llegarán tiempos peores, claro, llegarán puntos perdidos y la bajada en la clasificación, y también entonces, si las cosas siguen haciéndose como ahora, estaremos del lado de Simeone. Al lado del Cholo Simeone, del entrenador que por fin ha convertido un grupo sin norte en un equipo de fútbol, al lado del entrenador que ha devuelto la dignidad a un banquillo demasiadas veces ensuciados y la esperanza a una hinchada a la que comprende y a la que, alabado sea Gárate, pertenece. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Sufridos Supercampeones


El 31 de Agosto de 2012, viernes de tiempo variable tirando a fresco, la afición del Club Atlético de Madrid, vulgo Atleti o Aleti, se disponía, como siempre, a sufrir. Bien es sabido que la afición del Atleti es, por definición, naturaleza y necesidad, sufridora. Así lo afirman periodistas, vecinos, analistas y aficionados de otros equipos, sobre todo aquellos que siguen a los suyos únicamente los lunes por la mañana y siempre y cuando hayan ganado, que es lo que les gusta. Que el seguidor atlético es sufridor es algo que se asume como normal y cotidiano, tan normal como que al abrir un grifo sale agua, tan normal como que cuando se abren los ojos se hace la luz, tan normal como que cuando Cerezo abre la boca sale un error sintáctico, un chascarrillo torpe o un disparate solemne, incluso todo a la vez. Es normal, lo normal, los del Atleti son sufridores; es lo normal, lo ha dicho la tele, lo ha dicho la radio, lo ha dicho la Señora Rushmore, lo ha dicho ese señor periodista de ahí que intenta, sin lograrlo, hacer la o con un canuto.

La sufrida afición atlética se disponía, decíamos, a pasar las de Caín. Unos, con las ganas de sufrir subidas, se dispusieron a pasar unos días en la Costa Azul, un sitio en el que como todo el mundo sabe lo suyo es sufrir de lo lindo apartando yates y coches deportivos. Otros, más modestos en su afán sufridor, prefirieron ver el partido sufriendo en compañía de amigos en bares y boites, intercalando tercios de cerveza fría entre sufrimiento y sufrimiento para hacerlo más llevadero. ¿Quiere Vd otra cerveza? Sí, gracias, esta ya se me ha calentado un poco y eso me hace sufrir una barbaridad, casi hasta la úlcera. Si acompaña Vd la cerveza con unos berberechos y unas patatas fritas, ya podríamos decir sin temor a equivocarnos que estaremos sufriendo como Dios manda, con un sufrimiento negro y desgarrado, un sufrimiento bíblico, el sufrimiento que nosotros nos merecemos, nosotros, Sufridos Seguidores, aquéllos de los que los aficionados de los demás equipos hacen chanzas cuando nos empatan.

Un tercer grupo de sufridores, entre los que se encuentra el sufrido suscriptor que siempre estará a su servicio cuando se trate de sufrir lo inaguantable – a condición de que no sea ayudando en una mudanza en domingo - prefirieron sufrir en casa propia. Unos tenían pensado acudir a domicilios cercanos al Muro de las Lamentaciones, otros prefirieron terraza en olivar almeriense. Servidor de Vds, sufrido seguidor y además miope y sin suerte en los juegos de naipes, tenía previsto ir a ver el partido in situ, sufriendo ya desde el día antes y sufriendo luego durante el fin de semana a fuerza de comida italiana en terracita, cerveza de media tarde en plaza con cañito de agua, paseo por pueblos de montaña y playas mediterráneas. Vamos, lo que viene siendo un sufrimiento-sufrimiento, un sufrimiento de los nuestros, de los de toda la vida, un sufrimiento atlético, vaya. Por motivos que no vienen al caso, en el último momento tuvo que cambiar ese sufrimiento viajero por un sufrimiento más modesto, un sufrimiento de tercera división, un sufrimiento casi vergonzoso. Vestido con la ropa de sufrir muchísimo y ante una televisión monumental, el que suscribe, como tantos otros sufridores, se dispuso a sufrir en compañía y a acentuar el sufrimiento con instrumentos de auto tortura tales como la cerveza helada, la anchoa de Santoña, la cecina de León, la patata frita La Azucena, la torta regañá, el pico jerezano, el jamón ibérico y el queso curado. Un panorama desolador y descarnado, ya ven.  

Salió el Atleti al campo y lo hizo con pantalón rojo, y ahí supimos todos que la noche iba a ser dura, el futuro aciago y la fortuna esquiva. El Atleti iba a sufrir e iba a sufrir de lo lindo. Empezó a sufrir ya cuando a los tres minutos Falcao, fuente inagotable de sufrimiento para la parroquia, estrelló un balón en el larguero. El sufrimiento se hizo casi insoportable cuando, tras marcar con habilidad y clase un gol en el minuto 7, Falcao volvió a marcar con un zurdazo impresionante que recordó a un gol de Bucarest en el minuto 19. Cero dos al minuto 19, jugando como los ángeles y con un tipo en asombrosa racha goleadora, ¡qué sufrimiento! ¡qué ignominia! ¡qué bien puesto ese sambenito tan nuestro del sufridor! ¡qué gran idea tuvo el inventor de la cecina olvidándose ese trozo de carne al aire serrano!

Mientras la parroquia atlética sufría lo indecible, en el otro extremo de la capital muchos seguidores de un equipo que al parecer no hace sufrir nunca reían con risa idiota de comentario de Internet, la ciber-célebre risa jajajá. Mirando de reojo el televisor, algunos reían pensando cómo incrementar el sufrimiento del ya sufrido seguidor sufriente del otro lado de la ciudad. “No os va a durar nada éste, jajajá”, decían mensajes y sms enviados a los vecinos que en ese momento sufrían con la exhibición de su equipo. “Éste está ya vendido, jajajá”, decían los que nunca sufren y están por encima del bien y del mal aprovechando el sufrimiento del vecino, a esas alturas abrazado ya hasta al perchero en cada jugada de ataque del Atleti. Los mensajes, analizados por psicólogos, confirmaban la teoría de que es mucho más desgraciado el presunto triunfador que no deja escapar ninguna ocasión para intentar hacer más infeliz al que podría amenazar su situación que aquél que sólo se preocupa de su propia suerte; empero, esta escuela psicológica no parece tener demasiado predicamento entre los lanzadores de sms del género jajajá, estilo que triunfa en el ciberespacio en estos días.  

Continuó el partido y aquello era algo insoportable ya. Falcao, ese sádico, volvió a hacer sufrir a la parroquia con un tercer gol, esta vez a pase de Arda Turan. Arda Turan también se sumó a los esfuerzos de Falcao para maltratar a la afición desesperada con un partido para recordar, con un recital de posesión del balón e inteligencia para desesperar al rival. Arda Turán hizo una jugada merecedora de que su pueblo natal se hermanara en ese momento con Fuentealbilla, Falcao marcó su tercer gol de la noche y la grada, bares y hogares rojiblancos fueron un mar de lágrimas y flagelaciones. En ese momento durísimo, que coincidió con el final del primer tiempo, la afición compartió impresiones y llegó a la conclusión de que hacía mucho, muchísimo tiempo que no se veía a un equipo jugar así 45 minutos, con esa mezcla de intensidad, agresividad, cabeza y planteamiento táctico brillante que mostró el Atleti. La afición habló del buen partido hasta entonces de Mario, de nuevo a un nivel mucho más alto en un partido importante que en partidos menos comprometidos, y del gran partido de Koke, que ayer cosió varios galones a sus mangas gracias a su movilidad, clarividencia y apoyo a Turán. Habló también del buen partido de los centrales, rápidos y contundentes, y del poco trabajo de Courtois. De lo bien que hicieron los laterales lo que tuvieron que hacer y del carácter de Gabi, capitán de todos. Todo esto hablaba la afición en medio de un sufrimiento horroroso, de un mar de lágrimas, de una pena honda y oscura que contrastaba con la alegría de los Mensajeros Jajajá, que en semejante momento reían jajajá recordando que Falcao está vendido jajajá, que la Supercopa no es más que un torneíllo de verano jajajá, y que hasta en estos momentos en los que las personas normales se callan o no dan la tabarra ellos mandan mensajitos que para eso son triunfadores sin complejos jajajá, jajajá, jaja já-já-já.

El Atleti jugó un segundo tiempo con ya poco interés, visto lo visto. Salió el Cebolla y uno decidió, tras su partido y lo visto contra el Athletic, que el Cebolla será su ojito derecho de este año, ya verán Vds, oiga. El Atleti siguió intratable, Miranda marcó un cuarto gol y el Chelsea ni podía ni parecía querer remontar y evitar así el sufrimiento ilimitado de la afición colchonera, que a esas alturas cantaba y cantaba fados, tarantas, martinetes y otras tonadas tristes y desgarradas. El Atleti, para colmo de males, recibió un gol de Cahill, pronuciado Keigil; bien es sabido por los atléticos que, cuando todo va mal, llega un Gil y lo empeora. La situación era pues dantesca: el Atleti ganaba 4-1 arrasando al Campeón de Champions ante el planeta entero, mostrando un juego completísimo y apabullante, liderados por un turco que, de tener ojos de huevo, sería hoy considerado el mejor media punta planetario y por un colombiano diestro que en dos finales ha metido cinco goles con la zurda pero que no se ha señalado el muslo tras ninguno de los goles, el muy patán. Qué desastre, que pena más grande, qué injusta es la naturaleza que no dio ojos de huevo a nuestro turco ni hizo de nuestro colombiano un jugador imbécil y desafiante en sus celebraciones. Con eso, sólo con eso tendríamos un equipo campeón que coparía portadas y parabienes y habría calado en el corazón de Ramoncín en vez de este pobre equipo que tanto nos hace sufrir y que no conseguimos que nos haga estar orgullosos.

Quién tuviera un equipo milmillonario obligado a ganar todo y a todos por aplastamiento, humillando a jugadores y aficionados rivales, presto a la burla y la tontuna incluso cuando cae en las rondas previas a las finales de las competiciones que pretende ganar invirtiendo millones y millones entre el babeo de la prensa entendidísima. Qué pena más grande, qué vergüenza ser así, quién tuviera el equipo y la caradura de hacer chistecitos hasta en día de estar callado: quién fuera, en definitiva, de la Afición Jajajá.

Quién tuviera un entrenador mal encarado y desafiante, referente máximo jajajá, que se atribuya el éxito cuando el equipo gana y no este entrenador argentino de pelo cortito y zapatos grandísimos que ha hecho de nuestro equipo una máquina de jugar finales, un bloque en el que es difícil destacar a uno sobre el resto cuando llegan los partidos grandes, un grupo solidario con las ideas claras y los dientes apretados en los días en los que no se puede fallar y hay que dar un disgusto gordo a la afición. Quién tuviera un entrenador faltón con el rival en vez de un pusilánime que obliga a sus jugadores a hacer pasillo al derrotado, como en el rugby, que ensalza a rivales y propios, que agradece lo que la gente aporta. Quién tuviera un entrenador traído de fuera con la misión de potenciar los aspectos históricamente más odiosos del club, en vez de este tipo nuestro que siente el club como propio y entiende a la grada porque siente igual que ellos lo que significan las rayas y el escudo. Quién tuviera un entrenador que dejase claro a los jugadores que el éxito no se consigue por ser mejor que el resto sino por quitar méritos a los que rodean a uno, a los que hacen bien su trabajo y pueden amenazar la idea de que uno es el mejor sin tener que demostrarlo. Qué mala suerte tenemos, qué desgracia más grande, qué sufrimiento, oiga.

Quién tuviera una afición silenciosa y cosmopolita como la afición Jajajá, con gradas llenas de japoneses y altos ejecutivos invitados como Dios manda, en vez de esta nuestra afición sufridora que recorre media Europa de taberna en taberna cantando canciones a coro para lanzar su desgracia a los cuatro vientos. Quién tuviera una afición siempre insatisfecha y presta a justificar lo injustificable con tal de poder restregar por la cara a los rivales a golpe de jajajá las victorias obtenidas de cualquier forma, en vez de esta afición nuestra que se queda media hora cantando su tormento en un estadio tras perder una final. Quién tuviera una afición presta a tragar con todo tipo de gestos antideportivos para ensalzarlos y premiarlos con el flamear de banderitas regaladas por el club, en vez de una afición sufriente que se desplaza en masa en cuanto el equipo lo necesita. Quién tuviera una afición sin memoria, no como la nuestra, incapaz de ignorar a los que se fueron del equipo en el pasado. Y es que con el partido acabado, la afición coreó el nombre de Torres y éste devolvió un gesto tímido y algo abatido de agradecimiento; Torres no pudo hacer nada en todo el partido, el Atleti no permitió que le llegaran balones y tuvo que conformarse con ver el vendaval e intentar defender donde sus compañeros se desentendían. En el fondo, eso sí, todos sabemos que Torres, como todos nosotros, sufrió lo suyo viendo a su equipo campeón de nuevo y a su afición recordándole dónde está su casa y que cuando quiera será bienvenido de vuelta, a sufrir con el resto con esas sonrisas sufrientes de oreja a oreja que llevamos estos días.

El Atleti ganó 4-1 al Campeón de la Champions haciendo un partido soberbio del que hablaremos mucho tiempo, y como era de esperar a la afición se le ha quedado un mal cuerpo horroroso. El aficionado celebró en Neptuno el cuarto título en dos años con hastío y muestras grandes de desagrado y dolor, y eso se nota en las caras el día después. La cara del aficionado atlético hoy es claramente la de alguien que ha sufrido más de la cuenta, que en concreto ha sufrido los efectos de la resaca y el poco dormir: ronquera, dolor de cabeza, malestar general, marcas de dedos en la cara interna del antebrazo de tanto dar cortes de manga. Mientras, los Aficionados Jajajá, tan triunfadores ellos, hablan también hoy, ese día en que los sensatos callan. Jajajá, no os lo creéis ni vosotros, jajajá. Jajajá, os va durar poco el Cholo y el Turco y el Tigre jajajá, verás como si queremos los compramos nosotros o más bien algún rico de los nuestros, de esos que nos tienen contentos los domingos para que no demos la lata el resto de la semana mientras hacen sus negocios jajajá.
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El Atleti es de nuevo Super Campeón de Europa, y de nuevo dejando boquiabierto a casi todo el mundo. En un nuevo milagro de la camiseta de las rayas rojiblancas, el equipo ha ganado su cuarto título en tres temporadas a pesar de la gestión catastrófica de la directiva, que en breve volverá a dar muestras de su afán vendedor si el tiempo o la autoridad no lo impiden. Con un equipo totalmente nuevo, el Atleti vuelve a ganar la Supercopa que ganó hace dos años. Desde un equipo destrozado hace menos de un año, un entrenador que corre por el banquillo tanto como un jugador ha convertido un grupo de jugadores en el que coexisten superestrellas con futbolistas limitados en un equipo ganador, capaz de apabullar a equipos teóricamente mejores ante los ojos de todo un planeta. Sólo una directiva inepta sería capaz de cargarse lo hecho; no descartemos pues que ocurra en breve.

Y ahora encima otra vez a Neptuno. Qué desgracia tan grande, hay que ver lo que sufrimos, oiga, hay que ver.