domingo, 20 de marzo de 2011

Crónica distante del enésimo derbi desnatado

El Atleti volvió a perder un derbi y, visto lo visto, ya casi es lo de menos.


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Acabó el partido y la gente se levantó, se estiró el abrigo, se subió la cremallera y se fue por la escalera, hacia el vomitorio. Pues yo no sé tú, pero yo comía algo, sí sí, además no hace frío, lo mismo está abierto el bar aquél del bulevar. Ni bronca ni disgusto, ni pena ni rabia. Ni miradas al vacío ni suspiros de desesperación ni cara de póker ni nada de nada. El Atleti acababa de perder su enésimo derbi, con i latina, y a la gente le daba igual. Ya da casi igual.

Uno siempre cree un ratito antes del partido que hoy sí. Hoy sí, oiga, hoy sí, hoy yo tengo buenas vibraciones, yo creo que ganamos, no sé por qué pero tengo esa sensación. Como Quique, últimamente el Calderón está lleno de sensaciones y yo he percibido una, y esa sensación que he sentido, como alcalde vuestro que soy, es que ganamos. El Atleti puede ganar, por qué no, si pensáramos que el Atleti iba a perder seguro ni íbamos. Hasta empatar podría tener su aquél, si el rival perdía dos puntos que luego le complicaran pelear por la liga, tenía un cierto valor un empate, más por los dos puntos privados al rival que por el punto obtenido. Pero ná, hoy tampoco, hoy no, lo de siempre, ya da casi igual, ¿crees tú que estará abierto el bar ese de la avenida, el de la terraza, el de la cerveza negra? Pues lo mismo, oye, lo mismo, vamos a ver qué si está abierto, invito yo a la primera y a la tercera, tú te ocupas de segunda y cuarta.

Hace tiempo que el rival del Atleti no es su rival de siempre, hace tiempo que el Atleti no es el Atleti. Antes el Atleti era el Atleti, un equipo que podía ir bien, mal o regular (aunque casi siempre fuera bien) pero peleaba contra su rival histórico como si en juego estuviera el torneo, el honor, las burlas de la semana, el sueldo, el piso, el reloj de oro y la honra de la familia. Hace tiempo, sin embargo, que el rival del Atleti no es el otro equipo grande de la capital, ni el Barcelona, ni los equipos con los que últimamente se equipara al Atleti al principio de cada temporada. El rival directo del Atleti es desde hace años el propio Atleti, el equipo que ha perdido el norte y el alma a fuerza de no tener a nadie que se lo recuerde, la afición que no sabe si protestar o animar mientras asiste al saqueo de las propiedades del enfermo, la masa social que se debate entre aferrarse al pasado o resignarse al presente, entre reclamar lo que legítimamente es suyo o irse un poco antes para desaparcar rápido. En medio de este maremagnum y esta confusión general, el derbi es casi una anécdota más en el larguísimo catálogo de afrentas de los últimos años. Humillante pero ya no tanto, molesta más que dolorosa, lamentablemente asumida como ya tradicional y perpetuada. Un asco, oiga, un asco.
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El mismo día del derbi uno había visto a Irlanda, sin opciones en el 6 Naciones, haciendo un primer tiempo memorable contra su archienemigo y virtual campeón, Inglaterra. Irlanda salió con fe y confianza en si misma, dispuesta a morder a todo inglés que osara acercarse a su campo con la única finalidad de honrar la camiseta y dar una alegría a los suyos. Irlanda no podía ganar ningún título pero jugó como si lo mereciera; jugó para dejar claro a los ingleses que a Dublín se va a sufrir aunque se haya ganado el torneo, para confirmar que cuando se trata de rivalidades centenarias las clasificaciones son lo de menos, para que los suyos pudieran gritar fuerte a los rivales habéis ganado, sí, pero con nosotros no habéis podido. Irlanda ganó el partido pero Inglaterra ganó el torneo. La reacción inglesa tras la victoria tuvo el aroma a dignidad de las historias de regimientos de casacas rojas: habían ganado el torneo salvo sorpresón en París, pero no festejaban nada. Habían ganado, sí, pero habían caído en casa de uno de los rivales históricos y sabían que habían fallado a los suyos. Nunca un campeón tuvo esa cara tan triste, esa pinta de casi pedir perdón por ganar el torneo sin merecerlo al 100%, nunca quedó tan claro que una rivalidad íntima está muchas veces por encima de logros mayores.

Unos días antes del derbi, Quique Sánchez Flores, entrenador del centenario Club Atlético de Madrid, dijo que el equipo no tenía miedo ante el derbi. Lo normal, lo mínimo, la declaración exigible antes de un partido así. El problema vino en la frase de después: no tenemos miedo al partido porque no tenemos nada que perder. Nada que perder, dijo. El entrenador del Atleti no tenía miedo al derbi por no tener nada que perder. El entrenador que dice que la afición es cojonuda, que él se va a meter en el barro a sacar esto del pozo, que va a ponerse en los zapatos del socio para así transmitir con frases de ánimo la rabia necesaria a los jugadores, decía que el Atleti no tenía nada que perder. Es curioso que el entrenador piense lo contrario que los veteranos, los canteranos y los aficionados de a pie. Es sorprendente que alguien que lleva ya una temporadita en el club y que jugó en el odioso vecino no sepa lo que hay en juego, o quizás sea por esto último por lo que no entiende nada.

Es sorprendente que Irlanda, que no tenía nada que perder por tener dos victorias en el torneo, o que Inglaterra, con cuatro victorias, no jugaran ni reaccionaran al final del partido como si no tuvieran nada que perder, cuando era exactamente eso lo que decía la clasificación. Es sorprendente que el entrenador de un equipo que anda octavo en la liga teniendo el tercer presupuesto, que necesita los puntos como el agua contra cualquier equipo y que se enfrenta a su enemigo más odiado, diga que no tiene nada que perder cuando, aún yendo el Atleti líder a treinta puntos del segundo, la afición vive el derbi y el post derbi como si estuviera en juego mucho más una victoria. Quizás eso explique la actitud general de los jugadores, quizás sea lo que provoca la lastimosa imagen del equipo, quizás por frases como ésta la afición del Atleti, club nueve veces campeón de liga, tenga envidia ni más ni menos que del Osasuna.

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Es conocida por los pobres parroquianos de este blog la aversión que el que suscribe tiene al derbi. Al que suscribe, que es un señor gruñón y con gafas, que pasa frío y luego le duele la espalda, que toma té y caldo cuando el resto pide combinados y bebidas de vaso largo, el derbi en casa no le gusta. Antes era por los nervios, por el mal ambiente, por las carreras y la sensación de que en cualquier momento le caía a uno un bote de cerveza desde la acera de enfrente y le dejaba para el tinte su mejor chaqueta de tweed. Ahora, sin embargo, ya no son estos los únicos motivos que llevan al que suscribe a pensarse dos y hasta tres veces el ir al campo, aunque luego nunca consiga quedarse en casa.

Y es que en los últimos derbis el ambiente es diferente. Los alrededores están demasiado llenos de gente dando voces y chocando con los que circulan en dirección contraria, y para colmo de complicaciones la policía antidisturbios, vestida de Power Ranger, mira desafiante a la parroquia marcando musculitos, porra y casco. El ambiente en el estadio es crispado, es odioso y es tenso, pero no es por lo mismo de antes, ya no tiene el halo de animación a los propios y presión al rival de hace unos años. En día de derbi la grada está llenísima, más llena que en los plácidos partidos contra la clase media y baja de la liga, durante los que se forja el carácter de cada sector y tribuna. En partidos como el derbi llega mucho espectador nuevo que se comporta de forma distinta al resto de abonados de la zona, lo que crea una sensación (palabra patrocinada por QSF, SL) muchas veces desagradable. Los recién llegados se sientan en el asiento de uno, obligan a los clásicos del lugar a tirar de abono para demostrar que ese es su sitio, no se apartan cuando al medio tiempo baja la afición al excusado, vocean a destiempo. Insultan a jugadores que el socio que va a todos los partidos respeta, llaman hioputa al árbitro, llaman hioputa al rival, llaman hioputa a un fotógrafo, llaman hioputa al inventor de la salsa rosa, si bien en este último caso llevan razón.

En día de derbi, y más si es tarde como ayer, llega gran parte del público alicorado, lo que le hace ser molestísimo - por eufórico - al principio del partido y molestísimo - por maleducado y radical - cuando las cosas se tuercen. Como buen español, el recién llegado alicorado piensa que sus ideas son las buenas y si un señor con bigotito que lleva de socio desde el debut de Ben Barek le pide que se agache cuando el balón está en juego, se gira y le llama hioputa, llama también hioputa a los que defienden al señor con bigotito y cuando finalmente acceden a sentarse por pura presión popular, lo hacen de mala gana, mascullando anuncios de venganza e insultos que deberá somatizar. El malestar que la ingesta de bilis le produce lo paga el primero que hace algo en el campo: si es un jugador propio, por malo; si es un rival, por hioputa; si es el árbitro, por hioputa también.

Si el equipo va perdiendo, la grada, alicorada, frustrada y cabreada como una mona, pierde el oremus y reclama todo como si fuera un escándalo arbitral, a la manera de Mestalla. Si el árbitro pita un fuera de banda dudoso en contra, se monta un escándalo; si un jugador rival se retira andando en vez de corriendo, se levanta el personal con los brazos abiertos y pide la detención inmediata del cuarto árbitro; si queda un rival lesionado, se pide a voces que salga un puntillero y acabe con el caído para que no sufra y que sea arrastrado por mulillas rojiblancas. Cuando el equipo no tiene argumentos, la grada deja de animar y se dedica a hacer rimas sencillas para burlarse del peinado del rival, de la expresión de su cara, del color de su Lamborghini, y no siempre es ingenioso el resultado. La gente en día de derbi se vuelve loca y por ellos algunos, como el que suscribe, prefiere los intrascendentes partidos contra los últimos clasificados, a las seis de la tarde, sin nuevos en las gradas prestos a sentarse donde no deben, sin gritos fuera de tiempo, con respeto a los señores con bigotito, con tiempo para un pacharancito con el café pero sin tiempo para cinco litros de alcohol de 96.

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Los medios, los aficionados más positivos y los cronistas que ven que si esto pierde interés se venderán menos periódicos en un futuro próximo hablan el día después de un derbi perdido a pesar del buen partido de Agüero y gracias al partidazo del portero rival, de un Atleti que no jugó mal y que pudo ganar, de un árbitro que influyó negativamente en el devenir del encuentro y de un partido algo más igualado que otras veces. Puede ser, oiga, puede ser, pero curiosamente, y como ocurre tantas veces, lo que uno vio en el campo no tiene mucho que ver con eso.

Que Agüero estuvo - y está - por encima del resto del equipo es algo claro y meridiano, indiscutible. Ayer tuvo (y se fabricó) varias ocasiones claras, una muy clara y marcó un gol. Jugó un buen partido y mostró coraje, algo que la mayoría de compañeros desconocen. Porque si uno fuera el responsable de buscar un titular que definiera el partido de ayer, haría referencia a la falta de coraje general. Falta de coraje para emplearse con el rival, falta de coraje para responder a cada falta con una entrada cuerpo a cuerpo. Falta de coraje para reclamar al árbitro un trato justo a la hora de pitar faltas, para defender a los compañeros que recibían faltas o que se encaraban con rivales, para arriesgar e intentar hacer algo que no fuera el pase sencillo que no inquietara al rival. Falta de coraje para insistir en la fórmula que hizo encerrarse al rival durante un rato del primer tiempo, justo antes del gol; falta de coraje para creerse capaz de remontar un gol en contra y dar una alegría a la afición.

El Atleti salió con la defensa que uno habría puesto y ha reclamado en más de una ocasión, y demostró que el problema defensivo del equipo es más profundo de lo esperado. De los cuatro teóricos titulares, uno fracasó, dos lo hicieron mal y sólo Domínguez mantuvo el tipo. El fracasado, Filipe Luis Filipe: flojo, desconectado, timorato y miedoso para subir y para defender, demostró una blandura excesiva para jugar ciertos partidos y aumentó el volumen del saco de dudas que arrastra desde el inicio de temporada. Lo mismo le ocurrió en la línea siguiente a Mario Suárez, también blandito, frío, tímido, sin ganas de morder, partidario de entregar las llaves de la ciudad desde el pitido inicial. Mención aparte merecen Elías, perdido todo el partido, clarísimamente superado por la mejor noticia de la noche, Koke (que aportó más en sus primeros cinco minutos que Elías en todo el primer tiempo); y Forlán, de nuevo desconectado, ausente y hasta pusilánime tras varios partidos buenos. Forlán, ojito derecho del que suscribe, es un jugador extraordinario con muchas virtudes entre las que no cuentan las necesarias para ser capitán del Atleti, y menos en un derbi. En ningún momento presionó al árbitro cuando éste claramente pitaba con distinto rasero, permitió que los rivales - en especial uno de Tolosa – dieran indicaciones claras de cómo había que interpretar cada jugada y anduvo siempre desconectado de sus responsabilidades como capitán. La falta de solidaridad y la desconexión del partido, todo sea dicho, fue tónica general entre los jugadores del Atleti, como se demostró en el episodio en el que se encaró Agüero con un rival con aparato dental: ni un solo compañero acudió a ayudar, ni un solo compañero estaba a menos de veinte metros, ni un solo compañero apretó el paso para terciar. Significativo.

El Atleti encajó un gol tempranito, como es ya tradicional, y no reaccionó mal. Se fue arriba sin mucho orden gracias al empuje del Kun y dejó claro que no era imposible meter mano donde más falta hacía. Paró mucho y bien el portero rival y, cuando más peligro llevaba el Atleti, recibió el segundo gol. Un segundo gol de traca, todo sea dicho, conseguido de disparo lejano y no muy duro tras una jugada en la que la defensa del Atleti se quedó parada ante una protesta rival, como hacen los equipos de cadetes cuando juegan contra los del primer equipo. Quizás pudo hacer más De Gea en el tiro, pero lo que es claro es que pudo hacer más toda la defensa y los medio centros, empanados en tareas defensivas toda la noche.

Del rival, como es costumbre, diremos poco. Hablaremos bien de un alemán de ojos saltones, veloz y con criterio, más jugador (y, sobre todo, más discreto) que muchas de las supuestas estrellas que le acompañan en la alineación titular y llamado posiblemente a poner en apuros a la selección española en eurocopas y mundiales. Hablaremos también de un centrocampista de clase y mando empeñado desde que llegó al otro equipo grande de la capital en convertirse en un tipo odioso, árbitro aficionado y heredero directo de otro simpatiquísimo futbolista malagueño que también gozaba del beneplácito del colectivo arbitral, siempre presto a hacer lo que reclamaba; quizás amparado en una patada salvaje que le pegó un holandés en la final del mundial, el colegiado postizo pega, agarra y tumba rivales sin que nadie le diga nada, y además obtiene amarillas cuando él quiere y no cuando el reglamento lo indica. Entre ambos, con la ayuda de un jugador que hizo nueve faltas (cuatro en los primeros minutos) hasta que le sacaron la tarjeta amarilla, pudieron con el tibio centro del campo del Atleti sin demasiados problemas. Esta superioridad podría haber acabado en tragedia de no militar en el equipo rival un jugador portugués de ceja y humildad depiladas, empecinado en tirar a portería (más bien en dirección hacia la portería, sin mucha precisión) todos los balones que le llegan. La presencia de este jugador matrícula de Ciudad Real ayudó a que el Atleti pudiera armar contraataques y viviera cómodo por su banda. El público, injusto, la tomó con él al ser sustituido, sin agradecer su contribución a la causa ni su afán por despejar balones hacia las gradas. El jugador sólo se encontró cómodo en el campo al ser cambiado y abucheado por buena parte del público. Disfrutar cuando se es el centro de atención es lo normal en esta gente que confunden el juego de ataque con el taconazo inútil, la distinción con el gimnasio y el señorío con el ademán de encargado de coches de choque, ese personaje que se creía el centro del mundo mientras aparcaba, conduciendo de pie, bólidos de colorines para que los niños de los pueblos pasaran el rato. En un mundo perfecto la afición habría despedido al jugador en cuestión como se merece: con la indiferencia sin desdén que más molesta a los que sólo buscan protagonismo, sea haciendo regates cómicos o pintándose las uñas de los pies. No pudo ser, a ver si a la próxima.

El Atleti perdió su enésimo derbi y, lo que es peor, volvió a dejar claro que del Atleti queda poco. El Atleti era antes un equipo de tipos duros y honestos, tipos que encaran las cuestas arriba con sonrisa y determinación, tipos que se crecen en banderillas. Tipos de los que sonríen y vuelven a abrir la boca tras tragar una cucharada de medicina repugnante, tipos de los que pasan sus últimos días en el hospital diciendo piropos a las enfermeras y exigiendo que no haya ramos de flores blancas si no hay igual número de flores rojas, tipos de los buenos, de los nuestros. El Atleti de ayer fue una caricatura, un equipo sin carácter ni ganas de adquirirlo, un equipo resignado muy lejos de la altura de sus mayores. Un equipo al que le queda grande un derbi, con un entrenador que considera que el equipo no se juega nada en un derbi, con una directiva que compara el derbi con una ópera sobre la base del elaborado argumento de que en las óperas muere alguien. Un equipo que juega contra él mismo, contra su falta de identidad, contra su desorientación y su desidia. El derby perdido de todos los años, lamentablemente, se queda en nada comparado con este derby interno. No nos queda ná.

lunes, 7 de marzo de 2011

De la alegría que da que ganen equipo y grada

El Atleti jugó un buen partido contra un buen rival que no consiguió jugar cómodo y ganó por primera vez en la temporada contra un teórico rival directo. Y la grada, encima, nos dio una alegría.


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El sábado, que era un día normal, el centro de Madrid estaba cortado. Así, cortado, como un café. Cortado con vallas, con coches de policía, con agentes de movilidad dando pitidos. Cortado. La gente no sabía bien qué pasaba, por qué está todo cortado, por qué tantas vallas y tantos pitidos y tantos atascos, por qué, por qué, oiga. La explicación llegó gracias al boca a boca: es cosa del carnaval. Madrid estaba cortado por el carnaval, como Río, como Cádiz. Madrid, qué cosas, no tiene tradición carnavalera y únicamente en los últimos años se ve a la gente disfrazada por la calle en días de carnaval; en los últimos años, sí, en los mismos en que se ve gente disfrazada en Halloween. Eso sí, el tráfico se corta en el centro. Se diría que en Madrid, sitio del que siempre se ha dicho que no hay demasiada gente de dos generaciones, se van tomando como propias las tradiciones de otros, para hacer identidad. A algunos nos suena rara esta manía de querer ser lo que uno no es y además querer serlo con la solera del que lo es desde siempre. En breve, creemos algunos, tendremos en Madrid fallas por San José, encierros por San Fermín y pavo por acción de gracias. Todo importado, todo artificial, todo forzado pero de todo al menos, de todo un poco, mejor algo en vez de nada.

Es común con esto de las tradiciones repentinas que, para rematar la faena, se corte el centro. El centro de Madrid se corta a la mínima y cuando no es el carnaval o una parada militar es una manifestación o un desfile tradicional austrohúngaro. El centro de Madrid se corta sin anuncio previo ni explicación suficiente, y normalmente lo que se consigue es que los automovilistas madrileños, que no se han enterado de nada, se agolpen en las vías de acceso al centro y ahí asistan al espectáculo brindado por el Ayuntamiento. Y es que el Ayuntamiento, para guiar y ayudar al ciudadano desinformado, cuenta con un cuerpo de élite encargado de solucionar los entuertos que él mismo crea: la Policía Municipal madrileña. La Policía Municipal madrileña, posiblemente la policía peor educada del globo, gusta de manejar estas situaciones luciendo sus características más famosas, esto es, el gesto despectivo, el pitido irrita-sordos, el ademán prepotente y el abandono de las formas más elementales. La Policía Municipal pita, grita, hace aspavientos, consigue con unos pocos signos confundir a gran cantidad de conductores que no necesariamente son idiotas pero a los que tratan como tales. El policía medio se dirige al ciudadano con gestos incomprensibles que ellos consideran clarísimos, y si uno no consigue descifrar a la primera el punto exacto del amplio abanico que va desde el "pase Vd rapidito" al "quieto ahí mismo y no se mueva" que el ademán puede significar, el gesto policial se torna en visible irritación, amenaza de multa y murmullos de esos que sugieren aquello tan funcionarial de "hay que ver la gente, qué bruta es".

La Policía Municipal madrileña, agresiva, maleducada y no especialmente eficaz, contaría en otra ciudad con un movimiento ciudadano en contra que exigiría que se le bajaran los humos y se le enseñara educación básica. Pero no es así, oiga, que la Policía Municipal cuenta con un aliado que no sabe que lo es y que no debería serlo: el madrileño al volante. El conductor madrileño, del que la policía abusa y al que el alcalde ignora, que ve su vida pasar en atascos y esperando que un señor bajito con casco y chaleco reflectante armado de una gran flecha blanca sobre fondo azul le haga el favor de dejarle pasar por las calles de su ciudad, cuyo mantenimiento paga, no exige educación a la fuerza pública, ni información al ayuntamiento, ni claridad en las explicaciones. No. El conductor madrileño no exige nada de eso a quien sería exigible y se muestra resignado y sumiso ante la autoridad. Sin embargo, qué cosas pasan, se muestra inflexible y estricto, crítico y maleducado hasta el punto de convertirse en odioso con sus compañeros de atasco, con los ciudadanos que como él se ven atrapados sin culpa ni voluntad en la ratonera, con el resto de contribuyentes a los que la autoridad maltrata. Así, una vez dentro del atasco el conductor medio no exige al policía corrección y claridad, pero sí exige al coche que va delante que interprete exactamente hacia dónde quiere ir él; si no lo hace toca el claxon, hace aspavientos y se acuerda de su madre. No pide al guardia que deje de tutear a los conductores agobiados ni que modere su ímpetu gestual ofensivo, pero pone como un trapo a la chica del coche de al lado si no acelera cuando él cree que debe hacerlo. Critica sólo para sus adentros la brillante idea del alcalde de asumir como propias todas y cada una de las fiestas populares de España, Canadá, Mongolia y parte del Hemisferio Sur, pero critica en público al coche de matrícula de provincias con el que debería hacer frente común y plantar cara al agente que, desquiciado, toca el pito como quien pastorea acémilas. El conductor madrileño, en fin, prefiere mostrarse sumiso con el funcionario que le maltrata y no protestar frente a la autoridad que, sin avisar, le amarga el sábado, renunciando a hacer valer sus derechos, reclamar respeto y exigir educación. La vía de escape para la frustración que esta postura tan blandengue le produce es, naturalmente, criticar al vecino que tan poca culpa como él tiene, insultar al compañero de atasco (mejor cuanto más débil, esto es, señor mayor, chica con poco tiempo de carnet o extranjero despistado). Todo muy lógico, como ven, todo muy agradable para el igual, todo muy ventajoso para la autoridad asilvestrada.
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Cuentan los que saben de esto que Quique Sánchez Flores trabaja los partidos a conciencia. Para preparar los enfrentamientos se recluye en su domicilio el día antes del partido y convoca, a puerta cerrada, a varias personas de confianza y reputada sabiduría futbolística que hacen las veces de asesores personales. En un cuarto cerrado, aislado del ruido y de las interferencias que la vida en la ciudad provoca, pide a los asesores que tomen asiento y se pongan cómodos y da una breve charla a modo de introducción. Reparte entonces unas fichas y unos bolígrafos entre los asistentes y, con gran solemnidad, procede a iniciar el rito por el que el grupo de expertos proceden a confeccionar el equipo titular de la jornada. Como primer paso, Quique selecciona unas bolas con los números de los jugadores de la plantilla. Introduce las bolas en un bombo y procede a mezclarlas con un movimiento circular. Gracias a un dispositivo de cerrojo, hace salir las bolas por una apertura del bombo y anuncia el número con voz y gesto grave, alternando a veces expresiones crípticas que sólo los expertos conocen: así, Godín es conocido en la misteriosa reunión como La Niña Bonita mientras que a Diego Costa se refieren los asistentes como Los Dos Patitos. Cada vez que sale un número, los asistentes toman notas en las fichas distribuidas. En este punto el papel de los asesores es crucial: cada uno tiene una misión determinada, bien definida. Uno se ocupa de la defensa, otro de la media y otro de la delantera. Cada uno tiene un número determinado de puestos asignados, y se ocupa de anotar los números de las bolas que salen del bombo en caso de que correspondan con dorsales de jugadores correspondientes a su área de responsabilidad. Cuando completan el número total de jugadores que conforman el equipo titular en su línea correspondiente, los expertos se dirigen solemnemente al entrenador gritando con voz firme un código secreto: "línea". Cuando todos los responsables han completado el número total de jugadores correspondientes a su línea, hacen un gesto pactado y el asesor de mayor edad se pone en pie y grita otro código secreto, en este caso "bingo". Solemne, Quique entonces se levanta y se dirige a los presentes leyendo sus propias notas. Los dieciséis primeros números conforman la convocatoria; los primeros correspondientes a cada línea, agrupados, conforman el equipo titular. Este método, de contrastado rigor científico como demuestra la estabilidad en la alineación del Atleti, está siendo estudiado por investigadores de Las Vegas, Nevada, que no descartan emplearlo en otros ámbitos no necesariamente ligados al fútbol.
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Llegó la gente al campo y resultó no hacer tanto frío. No hace tanto frío, decían los que han ido al campo pocas veces. Verás luego, decía la afición más experimentada, verás. Un sabio meteorólogo aficionado al blues y la anatomía dijo justo antes de entrar que el Calderón es un caso único de estudio, un fenómeno meteorológico en sí mismo. En el Calderón no hace frío al principio de los partidos pero hace muchísimo frío los veinte últimos minutos, y ello sea cual sea la hora, día o estación en que se celebra el partido. Si se juega a las cinco, lo mismo en enero que en mayo, a las seis y cuarto empieza el relente; si empieza a las diez, y da igual que sea febrero que agosto, es sobre las once y veinte cuando cae la temperatura. No antes, no después. El Calderón es un caso único, un caso de estudio, una excepción planetaria que, nada más que por eso, debería ser protegido por la Unesco, por el Instituto Nacional de Meteorología y por la Fundación Mariano Medina. Sin embargo, como todos Vds saben, ahora que el campo está en su mejor momento, ahora que pasaron las obras y al lado del río ha salido un parque y un bosque, ahora que está la zona como para irse a pasar el día entero en jornada de partido, siguen adelante los planes de echar el estadio abajo y trasladar el equipo a la otra punta de la ciudad, en medio de un páramo sin árboles ni bares. Y al final no diremos nada porque, como en los atascos, es mejor agachar las orejas ante la autoridad que impone sus decisiones sin levantar la voz y dirigir las frustraciones contra los compañeros de grada que reclaman un club mejor para todos, no sólo para ellos.

Salió el Atleti al campo y la gente, ya acostumbrada a jugar al quique-bingo, miraba divertida la alineación. ¿Quién, hoy quién? ¿Domínguez? ¡Sí! ¿Perea? No, hoy no. ¿Valera? Tampoco. ¿Raúl? No, no. ¿Mario? ¡Si! ¡Mario sí! ¿Juanfran? Noooooo. ¿Elías? Sííííí ¡Bingo! ¡Bingooooooo! Han cantado bingo, una historia en polipiel para el caballero de las pobladas cejas.

Salió el Atleti pues con el portero que debe salir, con la defensa que todo el mundo pondría y con la delantera que nadie discute. El centro del campo fue otro cantar. Fijo Reyes, encumbrado últimamente por la prensa a jugador seleccionable, queda la duda de los otros tres. Y lo entendemos, no tanto lo de la selección como lo de la duda de los demás. Reyes, jugador de detalles impresionantes y actitud desesperante en general, jugador de talento con facilidad para hacer cosas complicadas cuando no piensa, conductor de balones y descolocador de compañeros cuando piensa un instante, parece que debe ser indiscutible en el equipo. El sábado metió un golazo de escándalo y dio a Forlán un buen pase en el último y es de los pocos que puede hacer lo que el rival no se espera. Mantiene, eso sí, su querencia a desentenderse a ratos, a no volver a la posición cuando la pierde, a enredarse en solitario en peleas imposibles y quedarse sentado mientras el rival arma el contraataque. Todo esto es cierto, pero también lo es que está funcionando mejor según avanza la liga.


Junto a él jugaron Tiago, Mario Suárez y Elías. El primero sigue mostrando criterio y pausa cuando el resto sólo se revolucionan, y esta es una característica de juego que, por inusual en el Atleti, es valiosísima. El sábado, además, pasó buena parte del segundo tiempo dando voces a centrocampistas y centrales, pidiendo que hablaran, que supieran donde están los compañeros antes de recibir el balón ... estas cosas, en fin, tan básicas que no siempre se dicen los jugadores del Atleti. Junto a Tiago, de doble pivote o algo parecido, jugó Mario. Mario jugó como suele jugar: aseado, bien colocado, ayudando a la recuperación y a la salida. No marca la diferencia, no parece imprescindible, pero aporta. Pudo marcar de tiro lejano, pero lo franco que le quedó el balón y el rugido in crescendo de la grada le hizo posiblemente querer romperla y se le fue alta; algo parecido le pasó a Juanfran al final del partido, cuando pifió una ocasión clarísima de esas que, cuando no hay tiempo que pensar ni de acordarse a quién dedicar el gol que inmediatamente se va a marcar, se mete.

Párrafo aparte merece Elías. Elías salió aparentemente de interior izquierdo, por delante de Filipe Luis Filipe. Quizás por el buen partido de éste, quizás por su querencia natural a irse al centro, por la banda se le vio poco. Elías se va al centro, deja a su par veinte metros a su espalda y da la impresión de no saber que él es el jugador más cercano a la línea cuando ataca el rival. A Elías se le vio perdido hasta que le dio por hacer lo que le apetecía: robar balones. Especialmente durante un rato del segundo tiempo, el Atleti se dedicó sorprendentemente a presionar en el campo del rival para ahogar su salida y ahí Elías aportó lo suyo: robar balones a los medio centros rivales que intentaban jugar, retrasarlos a Tiago y Mario para que estos buscaran más adelante. Conclusión, parece que Elías es también un recuperador, un nuevo centrocampista de destrucción, el quinto o sexto, según se mire; esto no le resta mérito a su capacidad de recuperación, pero pone muy en entredicho la oportunidad de su fichaje.

Dicho lo dicho, la sorpresa del partido fue que el Villarreal no jugó. El Villarreal, un equipo que presume de un juego mucho más fino que el porte de su entrenador, no jugó cómodo salvo un rato en el primer tiempo. No consiguió jugar Borja Valero, más ocupado en apagar fuegos que en dar pausa, y no lo hicieron tampoco Cazorla o Cani, buenos jugadores despegados el sábado de la delantera. Sólo marcó el Villarreal de falta, bien lanzada por Rossi y muy mal defendida por la barrera, formada casi por el mismo número de rojiblancos que de amarillo y con los últimos en la zona que invitaba al tiro. Parte del mérito está en el centro del campo del Atleti, mejor colocado y más solidario que otros días y con la inédita ayuda de Filipe Luis Filipe, y también en la actitud general del equipo, más de equipo y menos de comparsa que otras veces; si esta es una lección para el futuro es algo que no tenemos claro, que ya lo hemos vivido antes.

Para el final, la delantera. Jugó bien Agüero, que metió un buen gol tras gran jugada de Filipe Luis Filipe, y también Forlán. Forlán lo intentó, bajó al centro, pidió balones y los devolvió. Tiró de lejos y buscó paredes, tiró desmarques que nadie quiso ver y otros que sí tuvieron pase. Tiró a bote pronto, de lejos, arriba y al palo y muchas veces se encontró con Diego López. Eso sí, cuando Agüero marcó el dos uno, supimos que marcaría Forlán. Había marcado Reyes un gol de bandera, había marcado Agüero un buen gol en un muy buen momento y a Forlán, al Forlán con ganas que se vio el sábado, estas cosas no le dejan tranquilo. Poco tardó tras el segundo gol en bajar cerca de la línea del medio, recuperar un balón, pasárselo a Reyes y tirar el desmarque para la pared. El pase a Reyes debió hacerlo clavándole la mirada para indicarle dónde quería el balón, porque éste, lejos de complicarse, devolvió la bola al sitio justo con un toque rápido. Gol, tres uno, buen partido del Atleti, buen partido de Forlán, Filipe Luis Filipe y del equipo en general, y todo ello frente a un buen equipo al que se consiguió hacer jugar como si no lo fuera tanto.

Y aún así, en un buen partido del Atleti, en el partido más interesante en meses, en uno de los pocos partidos en los que el Atleti ha dado la talla contra un rival con los que hay que medirse, en un partido en el que todas las líneas jugaron bien y algunos jugadores mostraron su mejor nivel, la máxima puntuación de la noche se la llevó la grada. La grada, sí, la grada, la grada a la que tantas veces hemos puesto de pusilánime, desinteresada y dormida. La grada, sí, la que hasta ahora sólo reaccionaba cuando el equipo perdía o se pegaba un petardo sonado, la que cargaba con virulencia contra jugadores débiles olvidando a los responsables reales del problema, la que se dejaba llevar por lo que decía la prensa para criticar a unos y no ha otros, la grada, sí, la grada. La grada volvía a mostrar mucho verde y mucho oro, muchas pancartas de denuncia y reivindicación, mucha protesta. Empujada muchas veces desde el corner que divide el fondo sur de la grada de lateral y con el apoyo masivo de ese mismo fondo, la afición protestó contra el palco, pidió dimisiones, mostró su hastío y su rabia y también mostró criterio. Mostró criterio al protestar cuando se iba ganando y cuando se iba perdiendo, pero sobre todo cuando se iba ganando. Durante todo el partido, sobre todo tras los goles del Atleti, se alternó la animación y la protesta, el aliento al equipo y la reclamación contra el palco. La grada dio una lección que hace tiempo había olvidado, dejando claro que sí sabe lo que pasa y quién lo causa. Que dure, oiga, que dure.