lunes, 23 de marzo de 2009

Milonga del equipo incomprensible

Ayer acudió la hinchada colchonera a ver el partido previsto a la hora prevista y, qué cosas pasan, se quedó sola, de plantón. Porque el que no apareció fue el equipo, que poca vergüenza.

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Imaginen una generación de jugadores plena de talento y garra, no importa en qué deporte. Imaginen que, por unas cosas u otras, esa generación no surge en el país o en el equipo que garantiza los triunfos o que despierta la máxima atención; no importa en qué país, ni en qué momento. Imaginen que, precisamente por lo anterior o a pesar de ello, esa generación supone una de las pocas oportunidades para que su pueblo, su país o su equipo puedan hacer algo grande, no importa cómo de grande, si una liga o un mundial o un europeo o lo que sea. Imaginen que, por h o por b, por la presión o la suerte, por los árbitros o por la casualidad, por el destino o por conjunciones astrales injustas, esa generación ve pasar su mejor momento sin conseguir ganar nada. Sea por las lesiones en mal momento, por no tener la madurez o la flema de gestionar los momentos críticos, incluso por el exceso de honestidad de uno de los suyos a la hora de tomar una decisión histórica, convirtiendo en literaria la forma de entender un deporte. Si ya se lo han imaginado, pasen al siguiente párrafo.

El sábado 21 de Marzo, unos días después de San Patricio, Irlanda ganó el VI naciones (que no ganaba desde el 85), la Triple Corona y, por segunda vez en la historia y primera vez en 61 años, el Grand Slam. No fue un paseo militar sino un triunfo agónico, como cabe esperar cuando uno se enfrenta a Gales, más aún en Cardiff. Los cinco últimos minutos del partido y el torneo fueron dignos de encuadernar en cuero verde en la historia del deporte: los galeses que se ponen por delante tras un drop de Jones, los nudos en la garganta de toda la isla de Irlanda, norte y sur y hasta ultramar unidos por la angustia. El perfecto ataque irlandés, la preparación del último disparo para la única bala disponible, el trabajo de la delantera protegiendo el balón cerca de la línea de ensayo rival bajo los gritos de O'Connell y las órdenes de Stringer. La perfecta colocación de O'Gara frente a los palos, la sensación de que todo el mundo sabía lo que iban a hacer los irlandeses y la cuestión de si habría alguien en el mundo capaz de pararlos. El pase preciso entre dos tipos a los que se les presume una relación telepática, la recepción, la carrera desesperada de los galeses para tapar el balón con el brazo, con el cuerpo, la cara o el alma. La patada perfecta, el drop transformado, los millones de gritos al unísono. El repliegue, el saque, el error de la delantera irlandesa, el sudor frío de la hinchada, el golpe de castigo, el capitán que pide palos, Jones que se acerca a la bola. El silencio, la patada, la angustia, el balón que sube, se para en el aire y baja antes de lo que parecía. El irlandés que recoge el balón, los árbitros que se miran junto a los palos, el público que entiende lo que finalmente pasa. Los gritos, la alegría, los hectómetros cúbicos de Guinness y el color verde esmeralda.

El sábado, 21 de Marzo de 2009, la portentosa generación de O'Driscoll, O'Gara y O'Connell, el equipo que perdió un VI Naciones por un ensayo invisible que concedió un árbitro irlandés, el equipo que defraudó en el mundial y que ha hecho un rugby completo y asombroso a ratos, ganó por fin un título que son tres. El VI naciones. Y la Triple Corona. Y el Grand Slam, ni más ni menos. El sábado hicieron historia y nos recordaron a esos equipos que, si bien no ganan siempre, cuando ganan sus victorias valen por cien y la alegría que despiertan, por mil.

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Salió el Atleti al cesped con camisas multicolor para hacerse la foto de rigor y hasta que no hubo un primer plano no sabíamos quiénes eran los nuestros y quienes no. Y es que en Mallorca salió el Atleti vestido de equipo de barrio con ropa prestada, con medias amarillas y pantalón amarillo y camiseta azul oscuro con ribetes rojos: esto es, lo que siempre se ha llamado un mamarracho. Salió el Atleti así vestido de equipo esponsorizado por una tienda de recambios y a la afición se le quitaron las ganas de ver el partido y hasta le entraron mareos y destemplanza y hubo hasta quien pareció intuir números impares y mensajes ocultos entre el colorido cuando se juntaban tres o cuatro jugadores. Quién juega, preguntaban los que llegaban a los bares, quién es ese equipo tan mal vestido, ¿será de la liga húngara o quizás un segunda división moldavo? Es el Atleti, respondían con vergüenza los tres o cuatro que se habían hecho fuertes frente a la tele de la esquina. Aunque no lo parezca, es el Atleti. ¿El Atleti? ¿Es ese el Atleti? ¿Por qué viste así el Atleti?¿No tiene acaso una camiseta de rayas o al menos una segunda equipación que no parezca de las rebajas de Saldos Arias? Pues no, mire, es lo que hay, así viste el equipo, qué le vamos a hacer, son cosas del marketing o de la crisis o quizás del daltonismo, el mal gusto o el hecho incontestable de que al Club le importa un pito la imagen que se dé por ahí, oiga. Vale, vale, no se ponga Vd así - perdone Vd, que no tiene Vd la culpa, camarero, póngale algo a este señor de mi parte, que no tiene por qué pagar él mi mal humor, gracias hombre, no era necesario.

Salió el Atleti pero antes de que saliera del todo llegó un señor vestido de diablillo y pinchó varias veces a todos los del banquillo visitante, esto es, el nuestro, y a estos pinchazos diabólicos respondió Banega con una furia y una determinación que ya quisiéramos verle en otras situaciones. Salió el Atleti en medio de un clima festivo en el que destacaba el pobre Simão con cara de estarlo pasando mal, algo que no nos extraña y entendemos y de paso le agradecemos la entrega a la profesión y a los colores ultrajados. Salió el Atleti y empezó a jugar y en cuanto empezó ya nos quedó claro a todos que lo que había salido no era el Atleti, ni siquiera el Atleti de hace una semana o de dos, sino que había salido un holograma, un espíritu vestido de colorines, un simulacro de equipo, el mismo fantasma que sobrevoló Oporto con desgana y sin norte. Salió el Atleti y desde que salió hasta que volvió al vestuario a ducharse no hizo nada. Nada digno de reseñarse, nada que se pareciera a lo que uno espera de un equipo de fútbol, nada de lo que uno considera que debe pasar en un campo de primera división. Pasaron cosas, hubo cosas que contar y lances que narrar y golpes con los que decir uy madre qué porrazo. Pero hacer, lo que es hacer, el Atleti no hizo nada, lo mismo que intuimos que hizo Maniche en su solitario entrenamiento en Majadahonda.

Que el Atleti es un equipo raro es algo que sabemos todos desde hace ya muchos años. Que es capaz de ganar al mejor equipo del mundo y perder dos días después con el peor es algo tan atlético como ese rayo que se cuela por los agujeros de la tribuna del Calderón y ciega a la grada de lateral en pleno en los partidos de verano. Pero la esquizofrenia de las últimas semanas y la diferencia en la imagen ofrecida quizás supere lo que cualquier aficionado experimentado en ver cosas asombrosas pueda esperar. Tras el partido del Barça, el baño en el estadio del otro equipo grande de la capital y el despliegue de fe y coraje del pasado domingo frente al Villarreal, el Atleti de ayer fue incluso peor que el de Oporto. Incluso peor porque, siendo el partido tan o seguramente más importante que el de Champions, el rival no era tan potente ni la competición tan desconocida ni había un resultado de ida y una eliminatoria por delante. Pero el Atleti, sin saber bien por qué, volvió a quedarse en casa y atención-atención, ayer fue otro equipo quien fue hasta Mallorca, volando, en el vuelo 502.

Las causas de la ausencia del equipo en el lugar indicado y su sustitución por una chirigota vestida de loro no están aún claras para los expertos. Quizás, dicen algunos, fue la sanción de Assunção lo que hizo el centro del campo no funcionara en absoluto, haciendo de Cléber Santana un titán que ganó todas las partidas y de Martí un peligro público. Quizás, dicen otros, fue el tradicional infortunio atlético lo que descompuso al equipo antes del final del primer tiempo, cuando perdió de golpe a los dos laterales que parecían haber dado algo de consistencia a las bandas en los últimos partidos. Quizás, para algunos, fue la cortísima plantilla del equipo o la cerrazón del técnico lo que hizo que el equipo acabara jugando con un diestro cerrado de lateral izquierdo y un extremo de lateral derecho. Quizás, piensan unos sesudos analistas, fue la desidia de los jugadores y su falta de compromiso, sus risitas al empezar el segundo tiempo mientras un compañero se iba al hospital y el equipo perdía el tren de la clasificación lo que hicieron que el equipo no compareciera. Quizás, a ver si fue esto, fueron los 120,000 euros pagados para que jugara Jurado, más fornido y con el pelo más fosco que antaño pero con igual peso en el juego los que produjeron la incomparecencia. Quizás fue una cosa, quizás fue otra pero el caso es que a la hora convenida y en el lugar pactado no apareció el Atleti sino que apareció un equipo de casados con la risa floja tras la cena del día anterior.

El caso es que, como en Oporto, la defensa funcionó, el medio campo dimitió y la delantera se desentendió de todo, a nosotros no nos miren, será cosa de otros que nosotros somos dos fenómenos. Destacó Pablo y lo hizo bien Ujfalusi, como siempre, y de los laterales no hablamos que ayer aparecieron demasiados como para retenerlos en la memoria. Jugó despistado Camacho y no jugó Raúl al nivel que debe, y la afición discute a día de hoy si fue peor uno u otro y no sobre cuál de los dos fue mejor. Agüero falló dos ocasiones claras, Forlán tiró fuera todo lo que intentó, Simão se pegó con todos como de costumbre aunque sin suerte y Maxi, voluntarioso y autor del único tiro a puerta digno del equipo, apareció desorientado cuando era Sinama y no Heitinga quien le cubría la espalda. En total, dos centrales aceptablemente metidos en el partido, dos centrocampistas fuera de él aún queriendo y dos puntas sin ganas de meterse en el barro, dos laterales lesionados y dos interiores lejos de su mejor día; y, aún así, habría que haber hecho más, mucho más contra un equipo que pasa fatigas para no entrar en descenso en el que son titulares dos descartes del la plantilla actual del Atleti. No hay excusas.

El caso es que, cuando algunos partidos de liga contra rivales importantes parecían haber mostrado el camino, el Atleti ha vuelto a perderse en su propio sótano. Ha pasado de ser el equipo que recordaba por su entrega y fe al equipo que antes habitaba cerca del Manzanares a recordar al triste equipillo que nos daba sueño en las temporadas posteriores al ascenso. Ha pasado de dar muestras de equipo competitivo y once inicial competente a, una vez más, clavar en lo más hondo de la hinchada la idea de que, este año también, hacen falta diez nuevos fichajes, hay que hacer una plantilla casi de la nada, es necesario sacar de la chistera un nuevo equipo que pueda responder a las expectativas de la historia y de la afición. Partidos como este devuelven a la afición a la casilla uno, a la salida del juego de la oca de cada año, al carrusel de rumores sobre jugadores descontentos y pesos pesados haciendo la cama al entrenador, de fichajes que no llegarán y jugadores contrastados que interesan pero cuyo teléfono se desconoce en las oficinas del Calderón y por tanto no se llega a tiempo para hacer una oferta en condiciones. Peor aún, la derrota ante el Mallorca llega antes de un parón de dos semanas en los que hay que llenar periódicos, en los que periodistas con apodo taurino indignamente llevado y rellena-páginas de la prensa más comercial y menos rigurosa nos bombardearán con salidas y entradas en la plantilla, supuestas ofertas por Agüero y Forlán, visitas sorpresa de representantes de jugadores y filtraciones de agencias inmobiliarias sobre el papel pintado elegido por nuestras estrellas para sus mansiones en ciudades extranjeras.

Y lo peor es que ya sabíamos que esto iba a pasar en Mallorca, no nos pilla de nuevas, ya nos lo temíamos, ya nos lo dijeron, maldita sea, ya nos lo dijo él.

lunes, 16 de marzo de 2009

Piadosa crónica del Atleti - Villarreal

Ayer, ese equipo raro que nos enamora los domingos y nos desespera los miércoles volvió a dar la sensación de que algo raro debe pasar cuando un equipo juega liga y Champions de un modo tan distinto y, de paso, volvió a marcar el camino a seguir.

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Últimamente en el campo del Atleti no abundan los actos piadosos ni el ejercicio de las virtudes teologales, ni siquiera en Cuaresma. Si acaso es más frecuente encontrar lo contrario, sobre todo los pecados capitales en sus versiones más amplias. En el palco abunda la avaricia y también la ignorancia, aunque esta última no sea pecado capital sino una maldición bíblica para el Club y sus seguidores. En algunos puntos de la grada y del túnel de la M-30 aflora la ira (justificada) y, en los intermedios, en fondos, tribuna y lateral impera la gula (sobre todo si el partido es a las 21.00). También la gula es el problema de algunos jugadores, sobre todo de alguno del medio campo con media melena e incisivos prominentes diseñados para facilitar la deglución que también tiene serios problemas con la pereza y la soberbia, esta última sobre todo al hablar con sus entrenadores; de generosidad, por cierto, anda justito. También algún entrenador ha pecado de soberbia, o diríamos de imprudencia, sobre todo si se le compara con su prudente antecesor. Otros pecan de envidia, y aunque sobre lujuria no sabemos tanto, nos imaginamos que no queda lejos viendo quién se anuncia en los videomarcadores.

En medio de este impío panorama el Atleti ayer, fiel a su naturaleza transgresora, hizo lo que, por infrecuente, uno no esperaba. Es de todos sabido que el Atleti reciente, cuando las cosas se tuercen, tiende a perder toda esperanza, bajar los brazos y encomendarse al azar sin esperar caridad alguna del rival. La desesperanza cunde también en la grada que ve al equipo bajar los brazos y conformarse, quizás por obra y gracia de ese virus del derrotismo contraído tras aquella transfusión de sangre de la Sra Rushmore. Pero ayer algo pasó, algo nuevo que devolvió la esperanza a la grada, algo tan infrecuente en el pasado reciente como común hace unos años. Y es que, señores, ayer el Atleti tuvo fe.
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Salió el Atleti entre vítores cuando uno esperaba una bronca monumental por aquello de que el partido del pasado miércoles fue un monumento a la desidia y el despiste general, y resulta que se le recibió con flamear de banderas y pancartas monumentales, qué cosas pasan. Salió el Atleti a jugar el partido en el que se jugaba todo y uno esperaba cualquier cosa, visto que tras dos buenos partidos llegó un partido malo cuando menos se podía imaginar. El caso es que salió el Atleti y uno no sabía si taparse los ojos y mirar entre los dedos o bien acomodarse en el sitio y esperar que las cosas fueran como debían y, de paso, limpiar con el pantalón el mugriento asiento con el que nos obsequia cada domingo ese club presidido por un maniático de la limpieza; asiento en cuyos recovecos, como cada primavera, germinan girasoles y almendros y melocotoneros, mudos testigos de la vegetal dieta de la afición.

El caso es que salió el Atleti y a los dos minutos le pitaron un penalti. Penalti. Y a favor, oiga. No sabemos bien si fue o no, si Agüero forzó la caída o si el árbitro decidió pitar para así tener una excusa y pitar todas y cada una de las faltas dudosas y no dudosas en contra del equipo local durante el resto del partido, pero el caso es que el árbitro pitó un penalti en el minuto dos que al Atleti le venía de perlas. Y el caso es que Forlán, que no suele fallar estas cosas, tiró a media altura y paró Diego López, perfecta metáfora del traslado de protagonismo. Forlán, que venía de haberse convertido él solito en ojo de huracán, estandarte del antiabelismo ilustrado y objetivo de todos los entrevistadores, dejó paso a Diego López el testigo de la noche. Porque el portero del Villarreal, más grande de lo que uno recordaba, más rápido de lo que esperaba y peor vestido que muchos porteros ya sean de discoteca, futbolín o finca urbana - incluso automáticos -, paró todo lo parable y parte de lo imparable por alto, bajo y medio, desesperando a la delantera atlética y de paso a la parroquia durante buena parte del partido. Diego López hizo ayer un partidazo que a punto estuvo de darle algún punto a su equipo cuando se podía haber llevado media docena de goles.

Falló el penalti Forlán e, inesperadamente, el Atleti dijo da igual. El Atleti siguió atacando hasta el punto de hacer en veinte minutos más ocasiones que en toda la eliminatoria contra el Oporto. Tiró Forlán de nuevo y también Simão, tiró Maxi y Raúl García y luego Agüero, tiraba el Atleti tiro tras tiro y provocaba corners y situaciones de peligro hasta que en uno de los corners, qué cosas, Simão intentó el rizo del tirabuzón y terminó haciendo un pase al rival que acabó con Javi Venta de extremo escapándose de Forlán, el único local que llegó a tapar su subida, y con Matías Fernández marcando un gol poco merecido y poco esperado. Cero uno tras tener muchas ocasiones, una pájara temporal y una cuesta arriba que se antojaba al alcance del Atleti, siempre que este quisiera.

Tras un rato de pocas luces, el Atleti volvió a jugar. Jugó el centro del campo, con Raúl cada vez más importante y Assunção algo gris pero eficaz en su misión de tapar a Senna. Jugó con Maxi más centrado gracias a la ayuda de Heitinga, dueño de su banda y siempre dispuesto a ayudar al compañero y a contribuir a la salida del balón, y con Simão haciendo de Simão, esto es, de buen jugador de fútbol apoyado encima por Antonio López, venido arriba en los últimos partidos. El Villarreal no podía con el Atleti, con un Atleti convencido de sus posibilidades y por primera vez en mucho tiempo convencido de su sistema. Delante se peleaba el Kun con el discreto e improvisado centro de la defensa del Villarreal. Detrás Pablo, algo inseguro como de costumbre pero más contundente lejos de su área chica, y Perea, rapidísimo y entregado también como de costumbre, parecían no tener demasiados problemas en neutralizar los ataques rivales que conseguían pasar de la red formada en el centro del campo. Y eso que el Villarreal jugaba con Cani, Cazorla, Rossi, Pirés, Matías Fernández, Senna y algún otro, todos jugadores de calidad y toque. Pero el Atleti sabía que jugaba bien, sabía que tenía que continuar como estaba y sabía que, de seguir así, el balón acabaría entrando. Y, tras el descanso, el Atleti seguía teniendo claro que había que seguir así. Y lo tuvo muy claro hasta que, cinco minutos más tarde, marcaba Cani un gol concedido con más facilidad de la recomendable en un equipo que aspira a cosas. Marcó Cani y la grada se desesperó, ahora no, ay Dios mío, o marcamos pronto o esto se nos escurre entre los dedos.

Y marcó el Atleti en la jugada clave del partido, un balón de Forlán al palo a cuyo rechace llegaron Agüero y Maxi con los dientes apretados y la ambición del que no se resigna a perder un partido que no debe perder. Marcó el Atleti y la grada se vino arriba, destilando un perfume a puro habano y rabia y fe parecido al del día del Barça y parecido al de los partidos de hace tiempo. Rugió la grada y el equipo entendió el mensaje, pasando siempre de la línea del centro del campo con confianza y ambición. Jugaba rápido el Atleti y, aunque perdía, algo decía que se iba a ganar o al menos a caer con la grandeza del que no entiende cómo puede ser que se conjugue el verbo perder en futuro. La grada, ausente en otros partidos, transmitió al equipo lo que algunas gradas inglesas transmiten a los suyos en los malos momentos, lo que algunos estadios de rugby transmiten a sus jugadores cuando gritan los fondos "Believe!" y responden las tribunas "Believe!", creed en vosotros mismos, creeros que esto es posible con la intensidad con la que lo creemos nosotros, creed en lo que hacéis porque lo estáis haciendo bien y ni el rival ni el destino ni el pasado ni el futuro pueden con vosotros si os lo creéis.

Creyó el Atleti en él y en su credo propio e hizo proselitismo de su fe mientras que el Villarreal apostató de la suya. Pasó el Atleti por encima del rival, anonadado al ver que un equipo al que la mala suerte y su portero habían dejado por detrás se lanzaban al galope contra la muralla, viendo cómo la fe de la grada y los jugadores les echaba encima la montaña que entre todos habían movido. El Villarreal, equipo de finos estilistas poco duchos en el arte de apuntalar muros y cavar trincheras, vio como el Atleti se tiraba de cabeza a por un partido que podía y debía ganar. "Nos pasaron por encima", diría luego uno de los jugadores destacados del centro del campo y lo mismo diría el entrenador, elegantes declaraciones de quien reconoce la superioridad del amor propio y la presión de un estadio que cree en los que juegan porque, curiosamente, los que juegan creen lo mismo que el estadio.

Quedando veinte minutos el árbitro expulsó a Javi Venta tras haber sido desquiciado por Simão, la avispa que hace descarrilar el tanque picando al conductor. Salió Banega cuando el Villarreal jugaba con diez y se había echado atrás unos metros, y movió el equipo con fluidez y espacio. El Atleti asediaba al Villarreal, éste reculaba y se metía en su área, y si el partido hubiera acabado ahí nos hubiéramos retorcido el hígado de rabia pero al menos no de frustración. Pero ahí no quedó el tema a pesar, todavía, de Diego López. Marcó Forlán tras una magnífica maniobra de Maxi y así tuvo la justa recompensa a su constancia: Forlán no hizo su mejor partido y aún así metió un gol y medio, qué cosas tiene este tipo. Y cuando el Atleti se había lanzado a pecho descubierto con riesgo de ser devorado por los leones, levitó Antonio López entre los infieles y marcó un golazo de cabeza, uno de sus poquitos goles de cabeza, un gol de fe en un momento milagroso.

Tras esos minutos en los que todos en la grada pensamos que, siendo el Atleti el Atleti, lo más normal habría sido que se echase por tierra todo lo conseguido, acabó el partido. Acabó el partido y la gente respiró y alabó a los responsables quienes, a su vez, devolvían el aplauso al respetable con el arrepentimiento del que en alguna otra ocasión dudó de todo y no cumplió con las expectativas, quizás con el propósito de enmienda del hijo pródigo. Los jugadores en pleno fueron al centro del campo a corresponder a la hinchada, en parte algo justo y en parte algo irritante por aquellas veces en las que no lo hicieron. Ganó el Atleti un partido que le volvía a meter en la pelea por los objetivos mínimos y que recuperaba su autoestima y la de sus seguidores. Ganó también el Atleti un partido que lanzó preguntas sin respuesta: ¿por qué ayer sí y no el miércoles? ¿por qué ese despliegue de fe en el segundo tiempo y no en Oporto? Las respuestas son misterios indescifrables que, si bien plantean interesantes cuestiones cuasi-teológicas, no deberían privarnos ahora del júbilo y el flamear de hojas de palma. O de tomar cañas tranquilos hasta el domingo, que tampoco está mal.

jueves, 12 de marzo de 2009

La súbita vuelta al escepticismo

Parecía tras los últimos partidos que el Atleti había encontrado la rendija tras la que se vislumbraba su lugar en el mundo, pero ayer alguien tapó el boquetito con er deo (como en Los Delincuentes).

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En estos tiempos que corren el seguidor colchonero duerme raro. Hay días que el sonido de una mosca le despierta y de inmediato le vienen a la mente la imagen de Maxi tirando el brazalete y la cláusula de Agüero; el seguidor entonces se desvela y da vueltas en la cama y ya no duerme ni contando entrenadores de la era Gil. Otros días sueña con copas ganadas y tiempos mejores y duerme del tirón y con una sonrisa y cuando se levanta acaricia a los niños y le dice a su mujer que nunca estuvo tan guapa. Estas cosas pasan estos días, no me lo negarán Vds, que les conozco.

Deben Vds saber que tanto trastorno del sueño ha llamado la atención de un grupo de científicos especializados en el descanso, el ronquido arrítmico y la siesta del carnero, todos pertenecientes a la Universidad de Oslo, Noruega. Ataviados con impolutas batas blancas y gafas de pasta y unos cuadernos de esos con una pinza de metal arriba para tomar notas, los científicos han empezado a analizar el comportamiento de una muestra de la hinchada compuesta por varias decenas de aficionados colchoneros de toda edad y condición. Tras muchos estudios y gráficas y datos contrastados han llegado a conclusiones tajantes: aquellos atléticos que duermen sobre colchones de muelles reclaman más contundencia en el remate de cabeza, mientras que los que tienen colchón de látex son especialmente partidarios de Maxi. Los usuarios de cama-nido tienen poco aprecio por el Sevilla CF y los que duermen en litera reclaman un sistema con doble pivote, mientras que los fans de Pernía duermen con gorro de dormir de esos con pompón: toda una declaración de principios.

Más aún, los científicos, provistos de sofisticados kits individuales para los pacientes consistentes en juego de electrodos, vasito de agua y orinal, han seguido con detalle el sueño de cada participante y, durante el mismo, han lanzado mensajes auditivos destinados a su subconsciente, es decir, por lo bajini. Cuando el mensaje habla de Gárate el paciente duerme con la tranquilidad del que tiene la conciencia limpia, mientras que si se le habla de Donato al levantarse andan arqueando las piernas y si se trata de Vizcaíno, responden al test utilizando sólo monosílabos y hablando bajito. Si se les habla de Dirceu, sacan la lengua; cuando se les habla de Pablo, se la muerden. Cuando el mensaje habla de Seitaridis los aficionados piden el desayuno en la cama e insisten en no pagarlo, y cuando el objeto del susurro es Maniche, roncan con potencia. Finalmente, aquellos aficionados a los que se habló de la directiva se levantaron de las camas y, sonámbulos, desvalijaron la máquina de café del pasillo.

Quizás lo más asombroso ha ocurrido al hacer dormir a todos los aficionados en la misma habitación, un gran espacio habilitado para la ocasión. Lejos de tener un comportamiento homogéneo, la afición dormida tardó poco en fragmentarse en diferentes facciones: unos roncaban al unísono para molestar a la facción rival mientras los miembros de esta última chascaban la lengua repetidamente para despertarles. Algunos echaban en cara al resto el no dormir como verdaderos atléticos, unos pocos protestaban a la puerta de los baños y otros pocos abandonaban la cama cinco minutos antes de que sonara el despertador para no pillar atasco en la ducha. Sólo se puso la afición dormida de acuerdo para hacer una ola sonámbula cuando se inundó la sala con comentarios susurrados sobre la inminente salida de la plantilla de Reyes.

Deben saber Vds también que, como ocurriera con la Sábana Santa, muchos de los científicos involucrados en el proyecto han terminado por convertirse y han fundado la Peña Atlética Alfred Nobel, con más de cincuenta miembros y autobús propio con toilette y dvd. Paralelamente, los científicos han iniciado movilizaciones en rechazo de la bata blanca y en apoyo de la obligatoriedad de la bata a rayas rojiblancas para toda la comunidad científica mundial. Este último hecho ha llamado la atención de un grupo de científicos pertenecientes a la Universidad de Copenhague, Dinamarca, que han planteado la posibilidad de llevar a cabo un estudio sobre la materia. Les mantendremos informados.

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Mirando al pasado reciente, uno se da cuenta de que tras un partido de ida horroroso en el que uno terminó convencido de que el equipo, una vez más, había dejado claro que no hacemos carrera de él, llegaron dos partidos para la esperanza. Cuando la afición salió del Calderón tras ver al Oporto volvió a tener esa sensación ya conocida de que a esta gente que juega en este equipo le da igual todo. Que una vez más, y ya van muchas, había demasiados jugadores que no valían, demasiados cambios que hacer en una plantilla que no tiene continuidad, demasiada rutina en las rotaciones masivas de jugadores año tras año, demasiados tipos que llegan con una vitola o un curriculum que queda en nada tras el paso por este equipo nuestro, este equipo que a veces nos alegra la semana y otras veces nos amarga el jueves, viernes y sábado o hasta un lustro, según las épocas.

La llegada de Abel había traído al Atleti algunas novedades que, quizás por lógicas, quizás por ser las que la grada veía con nitidez, quizás por ser las que habría recomendado Perogrullo, Abundio o incluso hasta el presidente de la entidad nos parecieron bien. Fuera Seitaridis, menos minutos para Maniche, Forlán jugando de diez cuando el equipo tiene que construir. Mas intensidad en el centro del campo, más ayuda de los interiores, menos distancia entre líneas, más apoyos entre centrales y medios. Estas mínimas variantes junto con una actitud claramente más decente contra Barça y contra el otro equipo contra el que se jugó recientemente habían regado la tierra en la que habita la semilla colchonera del optimismo. Ésta, que germina rara vez, necesita poco impulso para abrirse paso entre las toneladas de escombro que la sepultan: un gesto, una carrera, un tiro a puerta, un jugador que celebra con otro un gol como lo celebra un señor con su vecino. Los dos últimos partidos de liga habían hecho las funciones de agua, abono, fertilizante, reconstituyente y opiáceo entre la afición colchonera quien llegó a la segunda entrega de la eliminatoria con un optimismo que no se respiraba en los alrededores del estadio minutos después del vergonzante primer acto. Pero hete aquí que ayer, en Oporto, uno tuvo la impresión de volver a la casilla uno, de haber perdido toda la distancia recuperada en el tablero, de volver al prisión, al laberinto, al treinta.

Salió el Atleti vestido de suplente contra un equipo local que vestía de suplente en lo que se ha venido llamando en círculos profesionales del marketing y la publicidad "Jornada del Patrocinio Abochornante". Salió el Atleti cambiado, con Sinama de interior derecho y Maxi más de media punta y Forlán en el banquillo. Forlán está cansado, dijo el cuerpo técnico, está fundido tras los dos partidos anteriores. Forlán, que no tiene pinta así de cansarse mucho, se quedó sentado en la banda en el partido en el que más claro estaba que había que marcar un gol, y estas son cosas que uno, que como saben es tonto, no alcanza a entender. Uno puede entender que haya que dosificar a los jugadores y que el domingo el Atleti se juega muchísimo. Y uno puede entender que había que contener el empuje inicial del Oporto igual que se hizo el sábado pasado. Uno puede entender que, efectivamente, había que mantener la portería a cero en espera de que los de delante, la parte noble de la plantilla, cumplieran con su cometido. Uno puede entender muchas cosas, pero le cuesta entender que se prescinda del mejor jugador de la plantilla ya de inicio, que se eche por tierra una de las variantes que habían demostrado ser más efectivas y lógicas desde que el equipo ha variado un poco el dibujo. A uno le cuesta entender que a veces las cosas no se hagan al revés, esto es, empezando con el equipo de más garantías para, en caso de que las cosas vayan como uno ha previsto, acabar con un equipo más abrochado, con menos punta y más músculo en el centro del campo. Pero está claro que no todo el mundo lo entiende así, y menos mal.

El caso es que el Atleti empezó cauto, más pendiente de evitar que el Oporto jugara y llegara a puerta, y salió bien en un principio. Tanto Pablo y Ujfalusi como Assunçao y Raúl capeaban con solvencia lo que aportaba el ataque y sobre todo el centro del campo rival, y lo hacían con rapidez y concentración y contundencia. El Atleti no llegaba con claridad pero el Oporto no llegaba tampoco, todo parecía según el guión anticipado. Eso sí, Agüero, sólo como algún otro delantero centro de nivel en este equipo, no podía con la cantidad de rivales que le rodeaban en cada acción. Maxi, bajo y enfadado con el mundo últimamente, no estaba tan cerca del Kun como lo estaría Forlán y así se vio en una contra por la banda que acabó en un centro en el que el balón pasó de largo con el aire de desdén del tren que va a cocheras, sin paradas. Tampoco Sinama, un jugador de cierta espesura crónica con poca suerte o poca fe a la hora de aprovechar oportunidades, aportaba al Kun el apoyo necesario para pegarse con los centrales ni hacía lo suficiente como para inquietar al inquietantísimo portero local. Sólo Perea, qué cosas, estuvo cerca de marcar, y además con la zurda, qué cosas. Descanso, cero cero, pocas ocasiones pero cierta solidez; el Atleti parecía controlar el partido, en especial tras algunos minutos de acoso que siguieron al penalti sobre Simao.

El segundo tiempo, empero, fue otro cantar. Ya no valía con resistir, había que hacer algo, había que marcar. Salió Forlán y Maxi se fue con cara de que si el balón llega a ser suyo Abel no juega. El Atleti debía buscar el ataque, hacer algo más, pero no podía. No jugaba desde atrás, no salía cómodo, bastante tenía con evitar el empuje de Hulk, el Cebolla, Lucho y Meireles; por cierto, de haberse apodado el último "El Calvo", el cuarteto podría haber pasado por una pandilla de esas que frecuentaban los futbolines. La entrada de Forlán no había inquietado mucho al Oporto ni la media le surtía de balones: Assunçao, siempre necesario en defensa pero no siempre con las ideas necesarias para romper cerrojos, tenía otras cosas en las que pensar, igual que Raúl García. Poco a poco el Oporto se estiraba, iba llegando, tiraba a puerta, iba metiendo miedo. Hulk recibía faltas y el Cebolla, un tipo con aspecto de jugador de dominó en tasca rural, hacía un despliegue físico y técnico que impedía pensar en otra cosa que no fuera pararle. En contra de lo esperado, el Atleti no achuchaba y era el Oporto quien se iba al ataque. Leo Franco, y ya van varias veces en los últimos partidos, hacía paradas de mérito y se apoyaba en los palos para evitar el castigo. El plan daba los frutos contrarios.

Para la afición escéptica, la entrada de Maniche fue el equivalente a la entrega de las llaves de Breda. Ya está, vemos que no vamos a ganar, ya ni corran ni se preocupen ni nada. Fíjense si tenemos poca fe que vamos a sacar a este señor, sí, a este, Vds le conocen bien. Ya saben que tiene un potente tiro de fuera, ahora pegará un tiro para que vean ... ahí va, ¡que tira! ¡cuidado! ¡protejan a ese pobre fotógrafo, oiga! Los últimos minutos del partido fueron jugados por el Atleti que no jugó hace dos jornadas contra el Barcelona sino por otro, por aquél que tantas veces hemos visto últimamente, el mismo que tantas veces nos hemos propuesto no volver a ver, sin éxito. Los brazos bajados, la moral por los suelos, la impotencia como característica, la falta de energía y la falta de ganas de encontrar la última caloría que quemar en el fondo del bolsillo. El paso a cuartos se iba entre los dedos por culpa de un desastroso partido de ida y de un gris partido de vuelta.

El Atleti, al que tanto le costó volver a Champions, se ha ido en octavos, que así a priori no está mal. Hizo una buena fase de liguilla con un par de partidos para el recuerdo (el primero, en Eindhoven, y la vuelta en Anfield: uno por la calidad del juego, el otro por la intensidad del compromiso). Tuvo un cruce ventajoso que tiró por el desagüe en un nefasto partido en casa y que no supo solucionar en el campo del rival. El Atleti no pasa a cuartos tras haber jugado contra un buen equipo, pero no por haber jugado contra un equipo magnífico. El Atleti no mereció pasar la eliminatoria y el problema es suyo, está en él, en su falta de ambición en ciertos momentos, en su conformismo, en su actitud desganada y su falta de concentración, en su poco instinto competitivo. El Atleti tuvo una gran ocasión de pasar a cuartos y jugar de tú a tú contra un equipo más grande que el que le ha eliminado o bien de esperar un sorteo asequible si le llega a tocar el rival del sábado. Pero no, el Atleti está fuera, el Atleti no sigue y casi diríamos que porque no ha querido. Pudo, pero no supo o no quiso poder. El tránsito por la Champions no ha sido malo, pero la imagen de la última eliminatoria ha sido un borrón que se pudo y se debió evitar. Un borrón, un disgusto, una invitación a no creer tanto como creíamos las últimas semanas. Un vaso de agua fría que te tiran a la cara, un despertador que suena en mal momento, la súbita vuelta al escepticismo.

Esperemos, eso sí, haber vuelto al redil de la inocencia el próximo lunes.

lunes, 9 de marzo de 2009

Sobre ese familiar punto medio entre el orgullo y la rabia

Jugó el Atleti y lo hizo bien y al contraataque y con ganas, y de haber salido las cosas como debían habría ganado por goleada en un partido de esos que se viven con miedo, se acaban con rabia y, con el tiempo, se paladean con orgullo.


El sábado, ya hacia la hora de comer, la hinchada colchonera se dedicó a cumplir con los ritos auto-impuestos a los que acude para ayudar al equipo a hacer lo que debe. Desconfiada tras años y años de ver prodigios inolvidables, desastres igualmente inolvidables, victorias absurdas y derrotas lógicas, derrotas absurdas y victorias lógicas, de ver jugadores que centran cuando hay que tirar, otros que saltan cuando hay que agacharse, porteros que juegan con el pie lo que hay que jugar con las manos y con los puños lo que hay que atrapar, de ver cómo ignorantes encargados de fichar jugadores mandan sobre técnicos encargados de no abrir la boca cuando los ignorantes fichan a quien fichan, la afición del Atleti se encomienda en proporción notable a lo desconocido, lo esotérico y lo oculto para tratar de entender por qué cuando uno espera una cosa de este equipo debe prepararse exactamente para lo contrario y cuando uno considera que es prácticamente imposible que algo ocurra debe tomarlo inmediatamente como la posibilidad más probable.

En vista del panorama, decíamos, la afición se dedicó el sábado por la mañana a recordar exactamente qué habían hecho el domingo anterior durante las horas previas al partido contra el Barça, aquel partido en el que, como invocado por un conjuro, apareció de nuevo el Atleti de siempre iluminando Madrid y nos dio un alegrón que duró hasta el viernes por la noche, antes de los nervios. Recordados los ritos, unos se vistieron con esa misma camiseta con la que fue al Manzanares seis días antes y otros llamaron a los amigos por el mismo orden que aquél día en el que el Calderón entero perdió la voz y los papeles al mismo tiempo. Unos se cambiaron la raya del pelo, como ya hicieron aquel día, y otros saltaron veintiuna veces a la pata coja sobre la misma loseta mientras canturreaban himnos secretos. Algunos, bastantes más de los que se imaginan, releyeron y releyeron la página 14 de la primera edición de "El concepto de la angustia", de Soren Kierkegaard, asintiendo no menos de 7 y no más de 9 veces al llegar al tercer párrafo. Otros, más despreocupados, comieron potaje de vigilia (más espeso y ligaíto gracias al día de reposo) y luego tomaron café y un digestivo. Entre estos últimos se contaba el que suscribe, por cierto.

Cumplidos los ritos y las ceremonias e invocados los espíritus de aquellos que nos ayudan desde arriba, que no desde lejos, el aficionado se enfrenta a una decisión importante: dónde ver el partido. Eso el que lo ve, que todos conocemos aficionados que prefieren irse al cine o escalar un pico africano o cruzar a nado el estuario del Tajo con tal de no pasar por el trago de ver a su equipo enfrentarse a según qué otro. Eso sí, el aficionado que sí quiere ver el partido gusta normalmente de verlo en grupo por aquello de aliviar la tensión y compartir la alegría. Empero, como es frecuente que en los grupos de amigos haya aficionados del equipo rival, en estas ocasiones precisas el colchonero busca la compañía única de sus correligionarios para evitar comentarios fuera de tono, afirmaciones de esas que quedan en la memoria hasta que uno encuentra la ocasión de tirársela a la cara a quien la pronunció y peleas que acaban con amistades íntimas por la única causa de un fuera de juego no pitado, un penalti injusto o una entrada a destiempo. El partido se ve entonces bien en una casa cuyo propietario comparte con los invitados su filia rojiblanca o en un bar de declarada militancia colchonera: cualquier otra opción presenta un serio riesgo de trifulca verbal o física llegando, en días de invierno, a presentar un alto índice de peligrosidad en la escala de Umbrel, índice científico que mide el riesgo cierto de que una tertulia acabe a paraguazos.

El que suscribe, por no tener más remedio, tuvo que ver el partido en medio de un bar lleno de rivales. En estas ocasiones, infrecuentes y evitables, antes del inicio uno toma posiciones y analiza el entorno con la sutileza de la fiera rodeada, analizando puntos débiles, salidas de emergencia, percheros de peso liviano que puedan usarse como alabarda y percheros de peso pesado que puedan usarse como barricada. El espectador ajeno en tierra hostil escucha lo que dicen en las mesas que le rodean y etiqueta a los presentes: a su izquierda, detrás, un exaltado algo bobo de esos que hablan mucho y a destiempo; dado que el resto del grupo no le hace ni caso, uno entiende que no es peligroso dado que carece de aliados. Delante, un aficionado de corte enfadado, de esos que considera que antes los jugadores no fingían faltas, las mujeres eran más recatadas y los tomates sabían a tomate, uno de esos a los que se desactiva rapidamente con modales exquisitos y comentarios ponderados. A la derecha, frente a la salida, un correligionario algo voceras, pero correligionario al fin y al cabo. Detrás, dos aficionados cabales que, sin compartir colores con el que suscribe sino todo lo contrario, parecen entender de fútbol y no dejarse llevar por los bochornosos comentarios del Plus, un atentado contra la equidistancia y la mesura además de un riesgo para el tímpano y el cristal de Baccarat.

Cuando el que suscribe se hallaba finalmente ubicado y conocía más o menos las áreas donde las filias y las fobias se manifestaban con claridad, salió el Atleti. Salió el Atleti, sí, volvió a salir tras una semana, volvió a aparecerse el Atleti grande. Salió Camacho, pocos años y pocos minutos, y lo hizo en un partido difícil. Y salió Pablo, el defensa que más dudas siembra últimamente y que terminó jugando bien. Salió Antonio y salió Assunção y Heitinga de lateral, en los que uno va creyendo cada vez más, y salió Ujfalusi, en el que uno siempre cree. Salieron también los cuatro de delante y ahí dejamos la presentación del episodio, que de estos hablamos continuamente. Y uno, que esperó con una ceja levantada y cara de decir a ver, a ver cuando Abel llegó al cargo, ve en este último cosas que le gustan: que Seitaridis ya no cuenta, que Camacho sí, que Maniche menos, que Forlán juega de diez y no sólo de segundo delantero, que el equipo juega más junto y se apoya más, que se creen que se puede jugar al contraataque y ganar a quien haga falta.

El caso es que salió el Atleti y una gran mayoría de la hinchada colchonera veía una misión para los primeros minutos: no encajar un gol. Que no lleguen, que a la mínima tiran y entra un gol, últimamente siempre nos pasa lo mismo, de nada vale preparar un partido si al minuto cuatro hay que ir a remolque. Pasaban los primeros minutos y el Atleti parecía bien plantado y el rival no tanto, pero la incertidumbre de la historia reciente hacía que el aficionado mirase el reloj de reojo, sin relajarse a pesar de lo que veía. Minuto cinco, no se acercan, bien, tranquilos. Diez minutos después mira el aficionado colchonero el reloj y, oh, sorpresa, es el minuto siete. Quince minutos más tarde es el minuto nueve. El tiempo pasa demasiado lento, algún aficionado preocupado llama al consulado de Suiza, oiga, que el reloj de la tele no funciona, a mí que me cuenta que soy el de seguridad.

Pero el Atleti juega y no lo hace mal, y Camacho, sometido a una prueba quizás excesiva, responde son solvencia y personalidad como suele hacerlo. El Atleti funciona, el rival no. Poco a poco se va quitando la presión de los primeros minutos, cualquiera diría que el Atleti empieza ciertos partidos cuando llevan veinte minutos. Los comentarios del bar amainan tras unos primeros minutos de lugares comunes y faltas de respeto ya oídas y no por ello menos despreciables, señal de que las cosas empiezan a verse de otro color. Se empiezan a ver de un color, mejor dicho, de dos colores conocidos y no olvidados a pesar del tiempo y la capa de mugre que últimamente los cubre. El Atleti juega como el Atleti, agresivo en el centro del campo, rápido en la salida y en el repliegue, buscando los compañeros. Delante hay pólvora y detrás lo saben, detrás hay agujeros y delante lo saben. Se juntan las líneas, se miran unos a otros, se ven las deficiencias del rival, que son muchas y notables. Tira el rival a puerta sin convencimiento ni peligro, la defensa va cogiendo confianza, se da relevos, se animan los jugadores entre ellos. El centro del campo funciona, Camacho y Assunção funcionan, Maxi y Simão ayudan y Forlán juega de diez, replegado cuando hay que defender y saliendo al galope al contraataque. Y, delante, Agüero y en torno a su figura una zona en la que se huele el pánico. El bar se silencia, se significan los nuestros y se miran entre ellos los suyos, levantan los hombros, dicen no sé, no sé.

Se queda Agüero solo, le pega fuerte y para el portero. Un aviso y un grito de lamento, no sé yo cuántas vamos a tener, no podemos fallar más, la ha tenido ahí, ay que pena. Pero cada vez que ataca el rival, cada corner y cada falta deja en su retaguardia un agujero enorme que Forlán, Simão, Maxi y Agüero han visto. Y Ujfalusi. En un corner saca un balón Simão a la banda, Ujfalusi sube en un ejercicio de fe y de saber de esto. Le tira una pared profunda a Agüero, éste guarda la bola y se trae a dos rivales viendo cómo por el centro llega Forlán al sprint y, por si hubiera alguna duda, Maxi dos metros detrás. Pero Forlán no falla, Forlán no perdona, de Forlán puede uno fiarse en estas situaciones. Marca Forlán y el bar es un estruendo aunque se calla la inmensa mayoría, qué cosas pasan a veces. Dos o tres tapados se destapan, aquí estamos también, somos cuatro en total de un total de cincuenta pero da igual. Cero uno, quién nos lo iba a decir, cero uno al descanso.

Descanso, el caos general, la cola en el baño y en la barra. Ah pero tú eres del Atleti también, pues sí, sí, de toda la vida, ah mira, yo no mucho pero he venido con mi cuñado para darle apoyo. Hombre, muy bien, somos pocos pero nos hacemos notar. Ahora empieza el segundo tiempo y veremos, yo veo bien al Atleti. Yo también pero ya sabes cómo funcionan las cosas aquí, ahora llegará el gol en fuera de juego, la tarjeta perdonada y esas cosas que ya sabemos. Eso sí, está claro, aquí hay que marcar más de un gol y ganar con claridad, cero uno es poco. Pero el Atleti está bien, que es lo que importa.

Y empieza el segundo tiempo y llega lo que Vds ya saben. El gol en fuera de juego, la tarjeta perdonada y esas cosas que ya sabemos desde hace tiempo. El rival no funciona y el Atleti sí, cada ataque rival es un ataque propio. Los más mayores abren los ojos y se dan codazos, los más jóvenes empiezan a entender cosas: el Atleti juega al contraataque, defiende con fuerza, sale con velocidad y cuando culmina jugada se repliega rápido y al unísono. El equipo rival no sabe bien cómo gestionar la avalancha, el Atleti tiene cinco, seis ocasiones claras, algunas imperdonables y otras de esas que le hace a uno apretar los dientes y los puños de rabia, una rabia inmensa: un muy buen remate al palo, una mala definición tras un regate portentoso. El Atleti juega como debe jugar el Atleti: muerde, corre y no se descompone, Agüero siembra el caos y Forlán da nuevas lecciones de fútbol táctico, técnico y físico por fascículos - más tarde, dicen, recibiría una llamada de la editorial RBA. Sinama falla un gol fácil, Simão no conserva el fuelle necesario para dejar una vez más en evidencia a ese jugador rubio platino que juega en el rival y que gusta de pegar patadas en rótulas y tibias, Agüero reclama un penalti que no parecía penalti. El Atleti pasa como un vendaval por encima de un rival altivo y descompuesto, pero no gana. Empata.

Empata. Y al final del partido y uno no sabe si gritar de ira o sacudir la cabeza tres mil veces, no puede ser, cómo hemos podido empatar este partido. Uno sabe que la afición rival, a quien viene soportando desde hace ya unos años, volverá a perder una excelente ocasión de callarse y dirá que ay que ver qué malo es el Atleti que no gana teniendo seis ocasiones claras, que qué chico es el Atleti que no retendrá a sus estrellas y acabarán de su lado. Pero todos, ellos y nosotros, sabemos lo que hemos visto. El Atleti empata en un campo hostil ante un rival que va por delante en la clasificación y la afición está enfadada y rabiosa porque no se ganó por goleada: esto nos suena, nos da rabia y también nos gusta. El equipo parece otro, cree en él y en el modelo, juega más junto y se apoya más. Y al seguidor colchonero le gusta lo visto y le gusta la sensación que ha dejado, y con el tiempo la rabia va dejando paso al orgullo y a esa sensación de estar contento sin saber muy bien por qué que antes caracterizaba nuestros lunes. Y, ya de paso, se replantea todos sus ritos y sus supersticiones, duda de los poderes mágicos de esos calcetines a rayas o de las propiedades esotéricas de ese primer plato, ese itinerario o esa llamada en ese momento. Y le queda claro que, de haber tenido un poco de suerte, de haber entrado ese palo y de no haber entrado un gol ilegal, de haber marcado el Kun en alguna de las que tuvo, el resultado habría sido escandaloso. Y con eso se queda. Y con lo que espera que llegue si se sigue así.

lunes, 2 de marzo de 2009

Y, de repente, el orgullo

Cuando menos los esperábamos propios y extraños, cuando más difícil y menos probable parecía, cuando pocos confiaban (o confiábamos) en algo así, el Atleti jugó un buen partido de fútbol, ganó al líder por ganas y rabia y nos hizo a todos pensar que el Atleti de antes había pasado por donde antes pasaba casi todas las semanas. Porque lo de ayer, no me lo negarán, fue muy del Atleti, del Atleti de verdad, del nuestro.

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Resulta dolorosamente paradójico que el partido de ayer, que estaba llamado a ser un partido para disfrutar y pasar un buen rato y hablar mucho y bien de lo visto y del futuro, fuese un día de dolor para la familia de un chaval de nueve años que perdió la vida de manera absurda cuando hacía lo que tantos hemos hecho a su edad: jugar al fútbol. Resulta también paradójico que ayer, el día en el que Atleti y Barça empezaron el partido con un minuto de silencio de esos que a uno le hielan el corazón, uno conociera en persona y diera la mano al que fue uno de sus ídolos futbolísticos cuando contaba precisamente nueve años de edad y estrenaba su primera camiseta rojiblanca de algodón y cuello redondo: Leivinha. Resulta también paradójico, pero justo, que en medio de la alegría de ayer uno no pueda dejar de pensar en el mal rato de una familia por la que a uno le gustaría hacer algo sin saber muy bien el qué, ni si puede, ni casi si debe.

Porque tras la muerte de Diego Alcalá, el alevín del Atleti, uno se pregunta si hay algo que pueda hacer para aliviar el dolor de sus padres y tras reflexionar un poco llega a la conclusión de que no. Pero quizás por llevar ese chaval la camiseta que muchos también llevamos a su edad, la camiseta que nos gustaría que lleven nuestros niños cuando tengan nueve años, uno siente que debe intentar hacer algo. Y así, cuando ve que no lo consigue, la sensación de impotencia es enorme aunque no lo suficientemente grande como para borrar estos dos párrafos y hacer como si nada hubiera pasado. Y es que, quizás por llevar esa camiseta y verse uno identificado en sus propias fotos de infancia, uno siente más cerca estas cosas y se ve más involucrado en algo que no puede evitar, ni aliviar, ni si quiera casi comprender. Así que, sintiendo de antemano la torpeza por no saber ayudar, nuestro abrazo a la familia del chaval y nuestras disculpas por no poder ser un mejor apoyo.
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Ayer, domingo uno de marzo de dos mil nueve, cincuenta mil tipos vivieron entre más frío del que esperaban una noche de esas que no se olvidan. No se ganó un título ni se batió el record de goles ni salió ningún jugador a hombros, como Mendoça, pero el estadio Vicente Calderón volvió a ser lo que no debería dejar de ser: un lugar en el que se juega al fútbol, se ven prodigios, se rompe la lógica, se abraza uno con desconocidos y le queda claro a todo el mundo por qué somos del Atleti y no podríamos ser de ningún otro equipo. Ahí queda eso.

Ayer, día en el que el Atleti se jugaba el descolgarse casi definitivamente de la lucha por entrar al menos en puestos de Champions ante un equipo que últimamente gana con demasiada facilidad a los nuestros, muchos atléticos de pro no fueron al campo. Me quedo en casa, dijeron, visto lo del martes no tengo ganas de acudir a una masacre. Además hace frío, más frío del que parece y casi mejor nos quedamos en casita, así, tranquilos. Otros fueron de mala gana y cuando les preguntaban sus compañeros de fatigas qué, hoy qué, se encogían de hombros y decían pues ná, qué te voy yo a decir, hoy ná, ná de ná. Así, a pesar del buen ambiente y de las ganas de ver el partido, la grada del Calderón estaba llena pero no a reventar. No había sitios libres pero sí se podía instalar uno con comodidad en la grada sin aquello de mire, es que hoy he venido con el chaval, si no le importa se pone Vd allí. No, si yo me pongo, pero si luego llega el dueño de la entrada correspondiente a ver qué hago yo. No se preocupe, póngase aquí que mi vecino hoy no viene, que está desesperado con el equipo y se ha ido al cine a ver esa de quiero ser millonario que ha ganado los oscars. Ah muy bien, pues muy amable, póngase Vd ahí con el chaval entonces y yo me siento aqui, muchas gracias, hay que ver qué sucio está esto, y eso que dice el presidente que es un maniático de la limpieza, ¿maniático de la limpieza?, BAH.

- Pues hace más frío del que parecía
- Eso ya lo ha dicho Vd varias veces, oiga
- Pues sí.

A las siete en punto salió el Atleti al campo y también lo hizo el Barça, vestido como un equipo que no parecía el Barça pero resultó que sí que era. A las siete y un minuto se hizo el silencio y todos pensamos, durante algo menos de un minuto, en un chaval y en su familia y en que qué cosas tiene la vida, como para ir preocupándonos de tonterías. A las siete y dos minutos volvió el ruido y el follón y muchos pensaron que si ese minuto había valido al menos para que esa familia se viera mínimamente aliviada, ya el resultado importaba más bien poco.

*

Así que empezó el partido y la noticia fue que había salido el Atleti. El Atleti sale siempre, dice uno por el fondo, de hecho Vd lo dice en cada crónica y nos cansa con esa tontuna. Así es, pero es que ayer salió el Atleti de verdad. Salió el Atleti que conocíamos, el equipo que jugaba en casa cada quince días y al que seguíamos por la radio entre medias, sin peiperviú ni zarandajas de esas. Salió el Atleti peleón y orgulloso, el equipo que tenía claro que su estadio era su castillo y que de ahí no salía nadie con un punto si no era sudando sangre. Salió el Atleti y al minuto de salir pudo marcar Agüero, quien falló una ocasión aparentemente fácil que acabó en un lateral de la red y con la grada del lateral opuesto gritando gol cuando no lo era, que es algo que da mucha risa cuando le pasa al rival y mucha vergüenza cuando le pasa a uno mismo.

Salió el Atleti con ganas ya de inicio, con Agüero más adelantado y Forlán haciendo de diez, entre Simão y Maxi. De diez, de siete y de once, según las fases y las necesidades del partido. Y de nueve cuando Agüero no podía sólo, y si no hizo de Indy en la foto fue porque le da grima ese traje apolillado y esa cola con todo el relleno apelmazado al final. Salió también Assunção, encargado de desactivar a Xavi y con Raúl García llevando el peso del centro del centro con acierto y galones. Salió el Atleti más junto de líneas, con Antonio López más pegado a Messi y Heitinga más pendiente de Henry, quizás el mejor atacante de los visitantes. Además del equipo como invitado salió Pablo, quien tardó poco en regalarle a sus detractores buenos motivos para pensar que su reciente mejoría no es más que un espejismo y de paso buenas razones para ponerle velas a Ujfalusi, pendiente todo el partido de cubrir con autoridad los agujeros dejados por su compañero en el centro de la defensa.

Salió también el Barça con Puyol y un excesivamente confiado Márquez, con Sylvinho, el jugador del que uno se olvida hasta que de vez en cuando vuelve a verle, y con Alves, de quien más tarde hablaremos. Salió con Xavi, a quien Assunção efectivamente amargó la tarde, y con Gudjohnssen, un buen jugador que en actual plantel del Barça no consigue que resalten otra cosa que sus carencias. Salió Messi, que participó poco, y Henry, que a lo tonto metió dos goles. Y Yayá Touré o Touré Yayá, que no nos ha quedado aún claro, un jugador que abulta lo que dos y abarca lo que tres, quien solito se había bastado para mover al Atleti en la ida de la copa. Y Eto'o, claro, Eto'o, que ayer falló alguna ocasión clara y ayudó al equipo menos de lo que de él se esperaba. Salió también un árbitro que hizo cosas raras, del que hablaríamos mucho más de no haberse producido el prodigio del final.

Tras la ocasión inicial de Agüero y una ocasión para el Barça, marcó el Atleti. Marcó Heitinga tras un buen tiro de Maxi y un mal despeje de Valdés, pero el árbitro vio algo extraño que ningún otro mortal vio. En cuatro minutos el Atleti había tenido dos ocasiones y la gente no sabía si frotarse los ojos o prepararse para no ver ni una más. Jugaba bien el Atleti, más por empuje que por método científico, y en estas marcó el Barça. Despejó mal Pablo y Henry metió un golazo que dejó fría a la grada. Si bien el equipo no se descompuso, algo de temblor sí le entró en las rodillas: el Barça, que lo notó, tardó diez minutos en marcar de nuevo. Esta vez fue Messi haciendo su gol clásico: balón que controla cerca del área, se va con facilidad de dos o tres defensores y balón al palo al que no llega el portero. El equipo jugaba bien y con ganas y perdía dos a cero, el trabajo de todos se iba por la borda por la falta de carácter y concentración de alguno, la canción que ya habíamos escuchado antes, la balada triste del colchón de rayas.

Marcó el segundo el Barça y alguno se levantó y se fue. Madre mía, la que se nos viene encima, vámonos y así no pillamos atasco. Perdón, perdón, sí, me voy, lo siento, cuidado que no le pise, hala, adiós, adiós. Cuando los descreídos llegaron al vomitorio, llegó el momento clave del partido. Dos minutos después del gol del Barça, Forlán metió un golazo gracias a un disparo que sonó como un cañón. El Atleti volvía al partido sin tiempo para que la pájara mental hiciera efecto en los jugadores y los aficionados huidizos volvían al redil, disimulando. Perdón, perdón, sí, es que vuelvo, sí, creí que me había dejado un asado en el horno pero he llamado a casa y ya está apagado el horno y ha quedado rico el pollo a l'ast. La grada no perdona a los desertores, empero: fuera, fuera esos, hombre ya, si se van que no vuelvan o que al menos suban cervezas para el resto de la fila. Había partido, o al menos lo parecía, qué cosas tiene el Atleti.

Siguió el Atleti atacando, y lo hacía con una furia y una determinación que hacía tiempo que no veíamos. Controlaban los centrocampistas del Barça y se sucedían las entradas a ras de suelo, los choques al hombre, la ambición de un medio campo con ganas de hacer las cosas bien. En una de estas cayó Touré sobre Assunção y lo cubrió por completo: cuidado, ojo, parece que aquí abajo hay alguien. Assunção se recuperó y cuentan los cronistas de pie de campo que luego le pidió la camiseta a Touré para regalarle a su mujer una funda nórdica de color pollito.

Entre los cuatro del medio destacaba Simão, ligero como un bailarín y listo como un carterista, siempre buscando la espalda de su par como ya hiciera en el partido de Sevilla del año pasado. Por que su par fue el mismo, Alves, quizás el único jugador de los dos equipos que se ocupó de empañar el espectáculo. Luchó un balón en carrera Simão y Alves se echó al suelo haciendo gestos que revelaban que una muerte próxima y dolorosa era el único destino cierto del jugador. Se retorció Alves, puso su ya clásica cara de gárgola gótica con orejas de soplillo y pidió anestesia, la extremaunción y un puntillero con patillas y barriguita que acabara con su dolor con prontitud. Como vio que a Simão no sólo no le expulsaban sino que además seguía a lo suyo, tuvo que seguir un rato con la pantomima. Llamaron a los camilleros, llamaron a los médicos, llamaron al Doctor House y al Doctor Rosado y por conferencia llamaron al doctor de Sicily, Alaska, a ver si encontraban su mal. Se levantó de la camilla como Lázaro, se estiró las medias, pidió salir al campo rápido y protestó porque el árbitro le dejó en la banda un minuto. Pasado ese tiempo, salió trotando con la ligereza de una mariposa nómada y se dedicó a amenazar a Simão quien, consciente de ser más listo que el otro, se encogió de hombros y se dedicó a lo suyo. En un partido precioso precedido por un minuto de silencio solemne, Alves hizo el ridículo con su obsesión por la trampa y la pantomima, con su pobre concepto de la inteligencia del espectador y su mezquino concepto de las leyes de la caballerosidad. Peor para él.

Empezó el segundo tiempo y marcó Agüero tras pifia del confiado Márquez. Marcó Agüero el empate y la gente rompió a hablar de aquel partido de los tres goles de Romario, de las ganas del Atleti, de ese equipo que había aparecido sobre el césped que no se sabía si jugaba bien o mal pero que se iba a por empate y casi la victoria con las mismas ganas con las que lo haría la grada. Siguió el Atleti atacando y la afición empezaba a creer. Xavi no estaba, el centro del campo del Atleti funcionaba y la defensa adelantada ayudaba. La grada sonreía, charlaba, se giraba y en vez de decir pa'matarlos decía así sí, vamos, vamos. Empujaba el Atleti y empujaba la gente, Forlán recorría kilómetros de una punta a otra del campo, ningún jugador se tapaba. Pudo haber penalty al Kun, pudo Forlán marcar a puerta vacía, un fallo similar al de Sevilla hace una semana. Pero no marcó el Atleti y si lo hizo Henry tras una buena jugada de Gudjohnsen, quien se aprovechó de las ventajas de la defensa adelantada por la zona en la que estaba Pablo. Dos a tres, qué injusticia, ay Dios mío.

Y fíjense que si el partido hubiera acabado a estas alturas, uno no se habría ido triste. Se habría ido incómodo, enfadado con el mundo, despotricando contra la injusticia pero al menos aliviado por la imagen dada por el equipo, por la lucha, por la entrega, por la apariencia de equipo que a veces entiende lo que supone llevar esas rayas. Pero ahí no acabó el día. Falló Eto'o y falló el Kun, atacaba uno y atacaba el otro. Entró Sinama por Maxi y le hicieron penalty. Le hicieron penalty y el árbitro dijo que no e insistió el linier y el árbitro dijo bueeeeeeno. Paró el partido, se paró el tiempo, pararon varios aviones en pleno vuelo para ver el desenlace y paró todo lo parable, incluido el calendario zaragozano que, oh milagro, ya había previsto este lance y el consiguiente retraso inusual en el año 1910. Cogió Forlán el balón tras su fallo clamoroso y el árbitro le hizo esperar, para chinchar. Tirará Vd cuando yo quiera, oiga, decía el árbitro con chulería. Pero Forlán no es como nosotros, que en esa situación habríamos llamado a un guardia o a nuestra mamá, él no. Forlán esperó y, a sabiendas que de nuevo el momento clave del partido dependía de él, marcó el penalty. Porque, cuando hace falta, no suele faltar Forlán, no suele.

Empató el Atleti y nos dimos por contentos sin darnos cuenta de que quedaba la traca final, la piñata-sorpresa, la miss que sale del pastel. Marcó Agüero cuando el partido acababa, cuando la gente daba gracias por el punto y por el espectáculo, cuando la grada pensaba que las cosas pueden ser aún mejores pero esas cosas no nos pasan a los que nos sentamos en esos asientos tan sucios. Marcó Agüero y lloraron de emoción sus fans, lanzaron los puños al aire los señores respetables, se abrazaron los abuelos con los nietos, los zurdos con los diestros, los mods con los rockers y los cazadores con los venados. Marcó Agüero y los aviones se volvieron a parar, los molinos dejaron de girar y los concejales de urbanismo decidieron llevar una vida modesta dentro de la legalidad. Marcó Agüero y saltó Leivinha en algún rincón de Madrid, saltó Torres en algún rincón de Liverpool y algún amigo suyo en plena grada, se echaron a la calle en tropel las carmelitas descalzas y los Buzzcocks decidieron volver a tocar juntos el miércoles, mismamente. Marcó Agüero y de repente le vimos delgado y en plena forma, incapaz de una indisciplina y yerno de un suegro modelo. Marcó Agüero y desde que marcó Agüero hasta que Vd acaba de leer este plomo de crónica se quedó la afición un rato en el estadio vacío, sin saber si al irse se acabaría el encantamiento, sin querer salir a la calle y volver a la cruda realidad. Cantó la afición por los pasillos del Calderón como hacía tiempo que no cantaba, se preguntó por qué demonios no hacen esto los jugadores con más frecuencia, subió la hinchada por Paseo de Pontones regateando a los policías municipales y haciendo pausas en los bares para anunciar la buena nueva: que, aunque fuera por unas horas, el Atleti había vuelto, el Calderón había vuelto a ser lo que tantas veces. Que, no se sabe si gracias a una conjunción astral o a la presencia en Madrid de Leivinha o al empuje de un chaval de nueve años que toca la lira de rojo y blanco, el Atleti había pasado por el campo y aún podía olerse el aroma de la pólvora de los tiros de Forlán y aún sonaba el eco del trueno de la grada entera cantando el cuarto gol, el gol de Agüero al Barça, ese gol del que no nos olvidaremos nunca.