martes, 31 de octubre de 2006

Una vez más...

Domingo 29 de Octubre de 2006. Hacía buen tiempo, se veía a la gente contenta tras diez días de lluvias continuas, las terrazas estaban llenas de aficionados al vermouth y la temperatura era sorprendentemente buena. Al filo de las 23.00, llegó el Atleti y lo echó todo a perder.


Llegaba el Zaragoza, un equipo que funciona y que sugiere buen fútbol. Antes del partido había un ambiente sorprendentemente bueno, que uno achaca al fin del arresto domiciliario que la lluvia ha impuesto a los madrileños durante los últimos días. Más gente de lo esperado, más ruido de lo esperado. El Atleti se jugaba el seguir en la brecha, pero alguien se olvidó de decírselo a los jugadores.

Salió el Atleti al trote por la boca del vestuario y el público estalló en vítores. Así recibía la maternal afición colchonera a los protagonistas del esperpento del pasado martes contra el Levante. Paradojas de la vida: cuando el Atleti era el Atleti, un cero-uno en casa contra un recién ascendido conllevaba sin ningún género de dudas un recibimiento a tomatazos en el siguiente partido como local. Ahora se les recibe con papelitos y volteretas y cualquier día baja una señora y les peina. También los recibieron con unos aplaudidores que una empresa de seguros deja en los asientos cubiertos de mugre para que la hinchada, loca de contenta porque al fin le dan algo gratis, los agite y haga sonar. Para esto ha quedado el estadio, para que el Club haga unos eurillos llenando de papeles los vomitorios, sin que haya nadie que se preocupe de expulsar a los mercaderes del templo. Digo a los mercaderes, porque a los de “Peineta NO” bien que les echan en cuanto sacan la pancarta.

Empezó el Atleti con hasta ocho jugadores defensivos, confiando en Galleti, Torres y Bravo, un novato, para llevar todo el peso del ataque. Precisamente este último fue de lo mejorcito del partido, y creo que gracias a un único factor: tenía ganas de agradar, cosa que no se ve en todos. La grada empujaba, protectora y leal, y el equipo tenía una cierta tensión que invitaba al optimismo. Mucho no jugaban, no, pero tampoco dejaban jugar al Zaragoza. César hacía paradas de mérito y cabriolas exageradas a partes iguales, y sólo por su culpa y por que Luccin remató a la publicidad un balón claro, acabó el primer tiempo en empate.

El segundo tiempo fue otro cantar. El Atleti se fue desfondando (hay jugadores que llegan a los últimos quince minutos sin fuerza alguna) y el Zaragoza, animándose. Para marcar, el Atlético (como cualquier equipo) necesita a alguien que pase el balón a los de arriba y Aguirre parece confiar en Jurado para eso. No sé yo. Salió por Costinha y se desmoronó el armazón del centro del campo. Cuando un jugador como Costinha tiene tanto peso en un esquema, malo. Luccin ocupó su lugar y lo hizo con ese trote sin compromiso tan suyo, Maniche se desfondó finalmente y los jugadores del Zaragoza escucharon desde el banquillo ese grito que tanto nos gusta a algunos: “¡Barra libre!”. Mientras, Torres y Agüero, una vez más, veían de lejos un partido que se jugaba con un balón que nunca vieron de cerca. A tres minutos del final Seitaridis se hace daño… ¿Aprieta los dientes y aguanta hasta el final del partido, aunque duela, como hacían antes los jugadores? ¡No! A la banda a que le den agua del Carmen. La afición se preguntaba si no hubiera sido mejor fichar a un troyano. El resto lo saben ya ustedes. Pifia defensiva, gol de medio rebote del Zaragoza a dos minutos del final, tres puntos que vuelan una vez más, otro nefasto partido en casa y todos con cara de tontos (bueno, no todos).

Los aficionados buscan entonces excusas, una vez más, para este enfermo vestido a rayas al que venimos a ver siempre que hay día de visita. Manido el tema del árbitro, agotadas las excusas de los entrenadores, apurado hasta el poso el tópico de la mala suerte, la hinchada rebusca en pos de algo que pueda justificar el descalabro: que si Leo Franco no salva un punto desde hace tres años, que si Valera sale poco tiempo (las dos las he oído yo, doy fe), que si el aspersor de Indy... Salen incluso nombres del pasado, engendros que turban los recuerdos: los nombres de Richard Núñez, Njegus y hasta Rodolfo Dapena aparecen en boca del irritado abonado. La gente busca y rebusca y sólo encuentra motivos insuficientes, como el que encuentra migas y botones entre los almohadones del sofá cuando lo que en realidad busca es el mando a distancia. Mientras tanto no repara en el verdadero problema que, insolente, se muestra a todos desde el centro del palco, tan ufano. Y ahí sigue, invisible a la masa, ordenando que quiten pancartas, que fichen cortinas de humo, que tasen solares. Y así nos va. Y así nos irá, a este paso.

jueves, 26 de octubre de 2006

Malos negocios, malas ideas


Capítulo Uno: La mala idea

Lo triste de mi mala idea es que vino a sustituir a una buena que había incubado unos días antes. Desde que el Club me envió un sms diciendo que tenía que activar mi abono para pagar "sólo" unos cuantos euros para ver un partido de dieciseisavos de final de Copa del Rey contra el Levante, para más inri en martes lluvioso, tuve claro que no iba. Y no iba por principios, por no ser partícipe una vez más del timo de esta directiva que cobra a los socios por todo, hasta por entrar en el museo sobre la leyenda que los propios socios, y no los actuales directivos, contribuyeron a forjar. No iba a ir, ofendido por que ya está bien de que no sólo no nos den alegrías sino que encima nos cobren por hacernos pasar un bochorno. No era un tema de dinero, ni de pereza, ni de lluvia, ni de atasco, que de esos hemos pasado muchos. Era un tema, ya lo he dicho, de principios.

Pero hete aquí que ese gen rojiblanco que algunos tenemos y que, dicen, mirado por un microscopio tiene forma de mosca, empezó a rondar mi voluntad con la insistencia de un mariachi... ¿Vas a dejar de ir a un partido del Atleti en casa? ¿y si el Niño y Agüero se salen? ¿y si golean? ¿y la cerveza de antes? ¿y los amigos de la grada?... En pleno debate interno llegó el golpe de gracia: llamada de un amigo que no puede ir al campo los domingos por motivos laborales: que si vas, que cómo que no, que anda no me digas que te has hecho un comodón. Para qué queremos más. Me dirigí al banco más cercano, cambié mis principios por unos cuantos euros y al campo que me fui en medio de una de esas noches que le invitan a uno brindar con caldo de pollo en honor del inventor del gore-tex. Y encima de pago, como un Pepe.

Lo que allí dentro pasó creo que ya lo saben o al menos se lo imaginan. Frío, aburrimiento, lluvia, caras conocidas cuyas miradas se cruzan como diciendo "si no dices nada, yo tampoco diré que te ví aquí", asientos sucísimos e inundados (por cierto, a ver si el Club limpia la grada de vez en cuando) impotencia, desesperación, enfado y dos bolsas de pipas. De fútbol, nada; de garra, nada; de vergüenza, poca; de detalles, alguno de Torres, Agüero y Jurado, aunque insuficientes; de esperanza, cada vez menos. Naturalmente, las desgracias nunca llegan solas y un servidor no sólo venía ya tocado en su ánimo de una junta de vecinos, sino que antes de volver a casa tuvo que sacar su moto entre una multitud de mesas camillas mutiladas y tresillos desahuciados: en efecto, el Ayuntamiento, pertinaz en su cruzada contra el aficionado rojiblanco, organiza en días de partido turnos de recogida de muebles viejos. Vamos que a las obras que rodean el campo le añaden deshechos domésticos. Gracias, oiga.

Un solo rayo de esperanza y decencia: aprovechando quizás la ausencia del personal de seguridad, ocupado en leer las instrucciones del brasero, un grupo de aficionados pudo por fin colgar una pancarta con su opinión, y con la de la inmensa mayoría de la parroquia colchonera: "Peineta NO". Alguien del palco debió verlo y debió exigir a su guardia pretoriana que acabase con ese intolerable ejemplo de libertad de expresión. Aún así, muchos leímos lo que pensamos precisamente allí donde hay que decirlo, aunque no lo permitan.

Capítulo Dos: El mal negocio

Ayer se puede decir que hice un mal negocio. Me gasté una buena cantidad de dinero en un espectáculo lamentable, que vi sentado sobre un asiento sucio. Pasé frío, me mojé y además me dejaron claro que en ese estadio que yo y mis amigos, familiares y correligionarios hemos pagado durante años con nuestras cuotas de socio no se nos permite decir lo que pensamos. El equipo perdió contra un equipo ramplón (con todos los respetos) y mis esperanzas en al menos una final de Copa digna se desvanecieron por un sumidero lleno de cáscaras de pipa que datan de antes del Doblete.

Y, fíjense, esto no me importó, por la sencilla razón de que no mido mi participación en la trayectoria del Atleti en términos de rentabilidad. Voy al fútbol porque me gusta (o me gustaba), porque siento cosas, porque llevo haciéndolo desde hace muchos años y lo llevo dentro. No es el primer miércoles lluvioso con disgusto rojiblanco añadido, no es el primer constipado post-derrota. He gastado mucho dinero en temporadas aciagas, he perdido mucho tiempo en viajes para ver un partido malo. Pero daba igual, era el Atleti, eran mis amigos los que venían conmigo, era mi abuelo el que se alegraba si ganábamos.

Ayer las cosas fueron un poco distintas. Mientras veía el soporífero segundo tiempo y recordaba cómo eran las cosas antes de la Primera Glaciación o período Gilásico, pensaba en la paradoja que supone que este Club que tan dentro llevamos los que no lo medimos en términos de negocio sea propiedad, al menos nominal, de gente que precisamente sólo lo mide en esos términos. Que esté a merced de unos directivos dispuestos a privar al equipo del apoyo de la grada por recolectar unos míseros euros, por unas pocas entradas. Dispuestos a irritar y ofender a los socios, a tirar un torneo tan bonito como la Copa y a sembrar de dudas un proyecto deportivo por treinta monedas. Mientras por nuestra cabeza pasan las sensaciones encontradas de tantos años en rojo y blanco, por las suyas sólo pasa el rojo del ladrillo, el negro de la tinta de la valoración del solar sobre el que se encuentra el Estadio Vicente Calderón.

miércoles, 4 de octubre de 2006

Reflexiones sobre un post-derbi paradójico

El domingo vio un servidor un partido de fútbol y a partir del lunes lo único que vio fueron montones de árboles tapando un bosque. El fútbol, algo sencillo, se convierte a veces en algo complicado y artificioso; normalmente es así cuando conviene desviar la atención...



Miércoles, tres días después del Atleti-Madrid. Tras dos jornadas en las que ha sido necesario apartar la maleza informativa a golpe de machete, consigo volver a ver claro lo que tan claro me pareció el domingo. Hasta hoy les reconozco que, con tanta seguridad como destilan ciertos medios a la hora de valorar la realidad, uno había llegado a dudar si había visto otro partido, o si se había equivocado de gafas, o si se le había olvidado lo poco que sabe de este deporte que muchos llaman furgo. Hoy, recobrada la seguridad en mí mismo y convencido de que sigo con las mismas dioptrías, les expongo, por partes, cómo vio un servidor lo del domingo. Y les anticipo que lo vi bien…

El partido. A mi me gustó. Hacía tiempo que los derbis no acababan a los diez minutos por una expulsión o un penalti, o esa sensación tenía yo últimamente. Éste fue un partido de 90 minutos, con un buen Atleti que recordaba al equipo de los años en que éramos un club de fútbol y no el nombre comercial de una empresa mal gestionada. Ahora hay mejores futbolistas y un entrenador con criterio, y, claro, las cosas van mejor.¡Fíjense qué fácil era! Bastaba con comprar jugadores medio buenos, aunque no dejaran excesivas comisiones, para que el equipo mejorara… ¿habrán tomado nota los que se sientan en el palco? ¿sacarán alguna conclusión? ¿les conviene hacerlo?... esto... ¿¿verían el partido??

Las crónicas. Cree un servidor que con algo de puntería y fortuna, el Atleti habría ganado merecidamente y con algo de holgura. Esto no me había quedado claro hasta que decidí ser fiel a mi sentido de la vista. En efecto, en las crónicas de los lunes y en los desayunos de las oficinas no se hablaba de que van Nistelrooy no está en su mejor momento, ni de que Diarra y Emerson se quedaron en poco ante Luccin (que no es una de mis debilidades, oiga) y Maniche, ni de que Sergio Ramos demostró estar verde en algunos aspectos del juego. Tampoco se hablaba de que a Capello le habían dado un baño táctico, ni de que el Atleti había sido mejor en todas las líneas. Se hablaba, eso sí, de que Torres es un teatrero que dejó al Madrid con diez, de que frieron a patadas a Guti, y de que Raúl se reivindicó. Caramba.

Capello. Fiel a la escuela italiana, ésa según la cual el mismo que te pega una patada luego se tira al suelo y pide una amarilla, Capello apartó las miradas de la corbata a juego con sus gafas de montura azul diciendo que Torres es un tramposo. Torres contestó la mar de bien, cree un servidor, y la prensa no se tomó a bien la maniobra del italiano (aunque les dio un titular estupendo) y se vio forzado a rectificar. ¿Pediría perdón por lo dicho? No exactamente. Esta vez buscó otro blanco móvil que alejara los venablos. La culpa era del de al lado, que le chivó la palabra “tramposo”, que él desconoce. Capello, que ha vivido año y pico en España y viene a menudo, que se dedica al fútbol y que ha sido entrenador del Madrid, declara desconocer el significado de la palabra “tramposo”. No sé en sus casas, pero aquí no cuela. Eso sí, sobre que su equipo no jugó excesivamente bien o que Aguirre pudo con él a la hora de plantear el partido, ná de ná .

Raúl. En medio de la polémica nacida de la decisión de un seleccionador con pasado rojiblanco, Raúl metió un gol y, según dicen las crónicas, “se reivindicó”. Esto no lo entiende muy bien el que suscribe. Raúl tocó pocos balones, no jugó muy allá, y metió un gol en su única acción de peligro gracias en parte a un fallo defensivo clamoroso. Era su primer gol en muchos meses, y aún así se señaló el número y el nombre con un gesto bravucón al que la grada blanca respondió con alborozo, como si hubiera hecho una faena memorable. A esto le llama la prensa “reivindicarse”. Si esto mismo lo hace Salva Ballesta, con todos los respetos y salvando las clarísimas distancias, el verbo usado no hubiera sido el mismo, creo yo. En fin. También la afición blanca recibió al hace poco vilipendiado Ronaldo como si viniera el mismísimo Papá Noel. Cosas que ocurren en estos partidos, imagino.

Agüero. “Salió Agüero y falló un gol”, se oye en los bares. Y es verdad. Eso sí, antes había tirado otra vez a puerta y casi entra, le habían hecho cuatro faltas y había protegido varios balones, sin excesivos problemas, ante Cannavaro, mejor jugador del pasado mundial. Dio al equipo profundidad y verticalidad, y no se arrugó, pese a sus 18 años. En veinte minutos dejó claro que su juego no puede resumirse con un fallo, por otra parte imperdonable.

Torres. Y para el final, Torres, como en las comidas que acaban con brandy. Brama la prensa cuando habla de Torres: "mira que es malo, mira que hace poco contra el Madrid, mira que falla goles, mira que es teatrero..." El otro día no jugó como acostumbra, es verdad. No marcó y no hizo malabares, que es lo que de él se exige, ¡faltaría más! Sin embargo, hizo un partido mucho más completo que cualquiera de los delanteros del Madrid de los que la prensa no habla: dio al menos tres balones claros de gol y dejó al Madrid con uno menos. Exageró una caída y el resultado fue la expulsión de Sergio Ramos, el Madrid quedó con diez y el futuro apareció de repente más limpio. Cuando esto lo hace otro, el reivindicativo sin ir más lejos, la prensa dice que es “el más listo de la clase”, pero si lo hace Torres es porque es un tramposo. En fin. Curiosamente el único que ha dicho algo cabal al respecto ha sido el propio Sergio Ramos, quitándole hierro al asunto y posiblemente consciente de que él mismo se metió en el problema haciendo una mano absurda minutos antes. Algunos siguen esperando que llegue Torres. Mientras, otros vemos que llegó hace tiempo. Cuestión de opiniones.